lunes, 15 de marzo de 2010

Cuento: Cataclismos

Cataclismos. 

A la manera de B.


Digamos que L conoce a B. Digamos que se conocen en la capital de la república mexicana, L tiene veintinueve años y B tiene veinte. Se encuentran en una fiesta en La Condesa. Ella (B) es estudiante de arte, él (L) es profesor en una preparatoria francesa, sus abuelos eran franceses, explica, hablan sobre eso durante un momento, a B le gusta el arte francés, a L (y lo sabe de inmediato) le gusta B.

Pocas noches después vuelven a encontrarse, esta vez la no-cita ocurre en una muestra de cine, francés lógicamente. L descubre a B a lo lejos, se separa de sus acompañantes y se dirige hacia ella, en el trayecto advierte que no está sola, hay un chico a su lado, más joven que él, tal vez de la edad de B, es decir de alrededor de veinte. Finalmente L decide no aproximarse más, siente una especie de recato respetuoso frente al chico, se recuerda a sí mismo diez años atrás, y sonríe. Entra en la sala de proyección y ve L’enfant. La película le parece perturbadora, que es una de sus categorías más elevadas. Sale de la sala buscando a B pero no la encuentra. Abandona el edificio, camina durante media hora y luego aborda un taxi, enciende un cigarrillo y se dedica a pensar, en algún punto imagina el rostro de B y no sin sorpresa descubre que está perdidamente enamorado.

Un año después vuelven a encontrarse, la fiesta es una vez más en La Condesa, es otra pero es la misma. L y B se saludan, L siente una felicidad casi adolescente. Procura moderarse y por ratos cree conseguirlo, hablan de la vida de ella, de lo que ambos habían visto en un par de galerías, del clima. Él le cuenta la historia de cuando la vio en el cine, ella lo recuerda, lamenta no haberlo visto, y luego dice Debiste saludarme, L no se atreve a preguntar por el chico, B no dice nada al respecto, luego la conversación se pierde por otros rumbos y L se descubre navegando entre dudas, como entre peñascos, como en medio de una tormenta. La sensación lo fascina. Se despiden en la madrugada, bebidos y amorosos, él promete llamarla, se besan con una dulzura que maravilla a los dos, y pronuncian un lindo primer Hasta mañana.

L la llama apenas pasado el medio día, se ven esa tarde, y esa noche hacen el amor por primera vez, a la luz de las velas, con Nina Simone en el estéreo, a la manera de B. Al alba se enamoran, o B se enamora de L, que siente haber estado enamorado de ella toda la vida. Pasan el día juntos y por la noche se separan. L la llama tan pronto llega a su casa, con una sensación en las entrañas que creía haber olvidado, Se va a hartar, piensa, pero está equivocado. B contesta, charlan, y poco a poco se hunden en un romance que ambos sienten sin comprender, que se desborda en ellos como una fuerza natural.

Corre un poco el tiempo y finalmente un día hablan del pasado. B, sin que L pregunte nada, habla del chico de L’enfant. Su nombre es G y es poeta o le gustaría serlo. Habían estado juntos poco más de un año y luego él la había dejado, L pregunta Por qué, B dice no saberlo, dice haber hecho conjeturas durante varios meses, dice haber sufrido e instantes después parece avergonzada de la confesión. L responde que G debe ser un completo imbécil, B intenta sonreír pero no lo logra. Esa noche, cuando hacen el amor, L se descubre en imaginaciones que nada tienen que ver con el momento, piensa en G, recuerda su rostro con dificultad, se da cuenta de que B tampoco está ahí, y sabe que también piensa en G.

Luego ocurre algo, aunque en realidad lo justo es decir que quizás ocurre. L sueña pero nunca recordará qué exactamente, sueña con espacios abiertos que se transforman en cajones, o en mazmorras, sueña con sombras que transitan, sueña que abre un baúl y en el fondo de este descubre un pedazo de papel en blanco que representa la nada. En el sueño L escucha la voz de B, cree escucharla o la escucha, el efecto es el mismo, la voz dice Voy a morirme contigo y L siente una ternura inexplicable que ya no se irá de él, intenta abrir los ojos y tal vez lo logra, tal vez descubre la silueta de B recortada contra la luz de la luna, tal vez se besan. Es posible que haya ocurrido. Al día siguiente L prefiere la duda.

Los meses avanzan. B pasa el tiempo pintando, tiene una beca del gobierno, L la visita por las tardes, casi todos los días. A veces B le permite mirarla mientras trabaja, a veces no. En algún momento L también ha intentado involucrarse con el arte, aunque decir Intentar tal vez sea excesivo, ha escrito, ha hecho música, nunca con demasiado compromiso, con pocas esperanzas, casi sin deseo en realidad. Los resultados le fueron dudosos en el pasado, ahora le son irrelevantes.

A veces hablan de arte, a L le gusta el arte de B, a B le gustan (puede decirse que la entusiasman) las pocas páginas que L le permite leer. Hay cosas, sin embargo, en las que no logran ponerse de acuerdo, cosas raras de las que sólo espíritus artísticos son capaces de exhumar el tema (el alma… el cadáver) de una discusión. Las habilidades dialécticas de L son por mucho superiores a las de B y por lo general es ella la que al final se queda sin argumentos. Con el tiempo L descubrirá que esta ventaja se debe casi exclusivamente a que en ese momento él se acerca a los treinta y B acaba de cumplir veintiuno. A veces ella lo mira con una especie de vaga frustración, a veces le dice Por eso te quiero, a veces se levanta y sin mediar palabra se va.

En cierta ocasión L la escucha decir algo que su mente registra sin notarlo. El comentario de B ocurre durante una reunión que L organiza en su departamento. Hay amigos de él, amigos de ella y amigos mutuos. Cenan, beben, y sostienen una conversación ininterrumpida cuyo hilo conductor es la dispersión y el capricho. La charla poco a poco se desvía hacia el arte. Una chica rubia y muy fea, amiga de B y cineasta al parecer, dice que el vitalismo convierte al arte en basura, el arte debe buscar la aniquilación, defiende la idea durante un par de minutos y luego parece perderse en los laberintos de su propia cabeza. Un amigo antropólogo de L intenta una extraña disertación filosófica y concluye que el arte es la exacerbación del instinto cultural del hombre, y que la cultura es creacionista y vitalista en la misma medida en la que es absolutamente tanatológica. El discurso carece de encanto y de belleza, pero no de inteligencia. Las opiniones se suceden, vuelan algunas chispas cuando la cineasta y el antropólogo intentan hacer una definición común de estética, ella enrojece, él no sabe si de rabia o de vergüenza, pero enrojece también. Instantes después B toma la palabra.

Su exposición está tan plagada de vicios como siempre, de dudas, L se dice Son espasmos de terror, ante una idea incontrolable, ante una respuesta sin pregunta. B no tiene nada contra el vitalismo, en realidad no piensa mucho en él, tampoco es fanática de la aniquilación, aunque la encuentra seductora. Apenas menciona el asunto de la estética, le interesan otras cosas, le gustan los cataclismos, y le gusta pensar acerca de la poética. Hace una pausa, L intuye un acto de memoria, B continúa, Un cataclismo (dice) es querer ver las cosas de manera cataclísmica, la vida es un cataclismo, la aniquilación también, y también una gota de agua, y una guerra florida, y una biblioteca, y un montaña que despierta y echa a andar en cuatro patas… o en dos. Habla de su poética y de su obra, y dice que su obra casi no es cataclísmica, pero que a veces, en los días buenos, su poética sí. L la escucha y le parece que las palabras de B llegan de otro mundo, de otra dimensión. En realidad, pero él no lo sabe, vienen del pasado.

Un día a B se le termina la beca, no ha guardado un centavo y no tiene un plan, tampoco parece preocupada, al menos a L no le parece que lo esté, todo lo contrario en realidad, como si hubiera estado esperando ese momento de completa incertidumbre y ahora tímidamente se regodeara en él. Se dedica a estudiar pero no es feliz. Una tarde hablan del asunto, hablan de la posibilidad de otra beca, él pregunta ¿Qué quieres?, refiriéndose a la vida, es decir Toda una Pregunta, B lo piensa y finalmente responde Quiero irme de aquí. Por supuesto no sabe a dónde, no sabe a qué, y ni siquiera se atreve a pensar en cómo. A L se le ocurre una idea que no revela, pasan el resto de la tarde mirando películas, piden una pizza, y él se va cerca de las once.

La idea germina en su cabeza durante la noche. A la mañana siguiente despierta, prepara un termo de café y le dedica el día a una maratón frenética de llamadas telefónicas que no concluirá hasta bien entrada la tarde. Habla con algunos amigos de sus padres en México y en Francia, habla a la embajada francesa, y con directores de academias, y con una incalculable cantidad de secretarias. Por la noche vuelve a casa de B y le cuenta lo que ha pasado, le dice que algunas ciudades francesas tienen programas de residencias artísticas para extranjeros, le habla de Lyon, de Reims y de Toulouse, París está saturada. B lo mira con desasosiego, después poco a poco con ternura, y luego con un amor irreversible. También hablan de ellos, hablan de la distancia, que es una sensación que ninguno de los dos conoce, se hacen preguntas que resulta más fácil responder con miradas y con caricias, él hace todo un comentario desabotonándole la blusa, ella contesta con una beso fulminante, un sí definitivo. Se duermen trenzados en un abrazo que no perciben, casi involuntario o casi inconsciente, que se parece a la tranquilidad, y a la felicidad.

B se marcha pocos meses después a Lyon. L promete visitarla tan pronto tenga vacaciones en la preparatoria. Se escriben poco durante los meses que pasan separados, B viaja por Francia, Bélgica y Holanda, y luego por España. A veces se llaman por teléfono y a veces hablan por Internet. En cierta ocasión intentan tener sexo cibernético y fracasan, con cierta gracia, la frustración en algún sentido es feliz. B no tiene amantes en Francia, L se acuesta un par de veces con amigas que le interesan poco, un día le cuenta a B y ella parece no darle importancia. A la mañana siguiente, sin embargo, L descubre un largo correo electrónico que B le ha escrito en el proceso de beberse sola dos botellas de vino. El punto central es que lo odia, o que teme perderlo, no queda bien claro, odia a las amigas de L, de eso no cabe duda, odia la vida, odia Francia, odia el océano Atlántico. Al final le pide con ira y con algo de vergüenza que no lo vuelva a hacer. L termina de leer el correo y no puede evitar sonreír, contesta en modo telegráfico que Entendido, y que la ama. Y no vuelve a acostarse con nadie más.

A finales del otoño toma un avión y se encuentra con B en París. Durante tres días se dedican a pasear, a emborracharse, y a hacer el amor. El último día L decide llevar a B a conocer las catacumbas de la ciudad, bajan por túneles hasta una serie de cámaras subterráneas en donde de vez en cuando (cada siglo o algo así) los parisienses depositan los restos de los parisienses del pasado, el laberinto de huesos los conduce a una cueva, las paredes de la cueva están llenas de arte, L explica que durante los últimos ciento cincuenta años los bohemios, y los jipis, y los rebeldes, y sus subespecies han bajado hasta ahí para dejar en una caverna un desafío a la eternidad, el desafío es por honor, la eternidad triunfará. B recorre la gran gruta con calma, se detiene frente a un par de dibujos sobre la piedra, y luego frente a unos versos que hablan del fuego y la muerte, los versos la paralizan, están en español, Estos son versos de G, dice, L los lee, no son buenos, le pregunta si está segura, y B contesta que no. Se van de ahí en silencio y no vuelven a hablar hasta llegar al hotel, L, por supuesto, se arrepiente de la idea de las catacumbas, pero elige no decir nada más al respecto.

El cuarto día viajan a Lyon. L ve el trabajo que B ha hecho en los últimos meses, no es mucho pero es bueno, Es ligeramente más cataclísmico, comenta; B no responde, mira fijamente uno de los cuadros y finalmente dice Quizá, y comienza a hablar de algo más. Visitan un museo y la universidad donde B toma algunos cursos, y cenan con vino en un bistró a orillas del Ródano. Lyon, por alguna razón, no es tan estimulante como París.

Pasan la navidad y el año nuevo recluidos en el calor del departamento de B, en el calor del vino, en el calor del cuerpo del otro. Hablan hasta que amanece, duermen repetidas siestas durante el día, van al cine y toman fotografías como maniáticos. Una tarde él le cuenta de cómo es tener treinta y de lo aburrido que llega a ser tener veinte, igual que se vuelve aburrido tener diecitantos. Ella habla de no tener ideas para los siguientes diez años, “Pero…” del destino que es un manto negro sobre un muestrario de posibles oscuridades, “Pero…” (como sin lograr evitarlo) de haber pensado en un día vivir con él. L prefigura dos o tres respuestas, y en un ejercicio de visceralidad contesta Y ¿qué tal cuando regreses?, y B responde que sí con una sonrisa, L también sonríe, y los dos siguen caminando en silencio, con la mirada clavada apenas medio metro más allá de donde los pies van dejando olvidados los pasos. No más fotos durante un rato.

El último día que L está en Lyon B sucumbe a un resfriado de lo más inoportuno. Pasan la noche charlando, L estornuda cada pocos minutos, unas quince veces por episodio, y luego le dedica la mitad del tiempo que pasa sin estornudar a disculparse, algo parecido a Sísifo, al menos igual de heroico. Al final el esfuerzo la agota y se queda dormida. L intenta leer un libro que B tiene en el buró pero no logra concentrarse, cierra el libro y se pone a mirarla, le pasa por la mente la idea de  decir Y yo quiero morirme contigo, pero no lo hace, primero lo detiene la posibilidad de que B despierte súbitamente o de que no esté totalmente dormida, después pierde la inercia, se pone a pensar en el amor, se pone a pensar en la vida, y en tener treinta años. Quién sabe, tal vez lo dice, en voz muy baja.

L vuelve a México. Pasa una semana entre la televisión y la lectura, no sale con nadie, ve media docena de películas que ha visto antes con B, y una noche enciende la computadora y comienza a escribir, como por curiosidad. Lo hace de nuevo durante los siguientes días, no escribe sobre él ni sobre ella, escribe sobre otras cosas, escribe buscando cataclismos, a la manera de B.

Pocos días más tarde regresa a la preparatoria y regresa a la normalidad. Sigue escribiendo, una noche escribe poesía, un poema acerca de G en el que habla de él como de un poeta al estilo Poe, como de un fantasma cruzando un puente y desapareciendo en la bruma. El poema le gusta, tiene una fuerza, una fiereza que le cuesta entender, que no viene de él pero está ahí, en las palabras. Escribe más durante los siguientes meses, los resultados son similares, o cada vez mejores, son increíbles, son imposibles, ¿de dónde vienen?, ¿dónde habita esta bestia que no es él?, no hay respuesta. Un día decide que escribir sencillamente no le interesa, imprime todos los archivos, los guarda en una cajón y se olvida del asunto.

Casi no sabe de B durante los últimos meses que pasan separados. Se acuesta cinco o seis veces con una chica que conoce a la salida de una obra de teatro. Su nombre es G, lo que no deja de ser paradójico, es fotógrafa y es mala, es pésima de hecho. L decide no contárselo a B, no cree que tenga sentido, días después deja de verla, el proceso es indoloro e insaboro, dejan de llamarse, y punto. L piensa en la vuelta de B con una mezcla de alegría y miedo, a veces le parece que la ha olvidado, que no puede recordar los detalles de su rostro, aunque puede, mira una fotografía y la sensación de normalidad vuelve, pero la duda persiste, porque eso es lo que hacen las dudas. Y un día B regresa.

L no va por ella al aeropuerto, ella lo prefiere así. Se ven la tarde siguiente en un café, a L la idea le parece demasiado impersonal pero no discute. De algún modo (no sabe bien cuál) las cosas se han complicado, ella enciende un cigarro, antes no fumaba, él se prepara para la catástrofe pero la catástrofe tampoco ocurre, no sucede nada más, los dos se quedan en silencio, la luz geométrica de las seis entra por las ventanas, L dice Carajo, B suspira, intenta hablar, calla. Él le pide que se vayan del café, ella acepta a regañadientes.

Viajan en el auto de L, B lo dirige hasta un edificio de departamentos cerca de ahí, el lugar se lo ha conseguido un amigo, explica, aunque en realidad no explica nada, a L se le ocurren varias preguntas pero todas le resultan demasiado dolorosas. Entran en uno de los departamentos, la sala está llena de cajas, de lienzos y de cuadros terminados que L no conoce, Ahí están los cataclismos, se dice, se detiene frente a ellos, descubre que B definitivamente es otra, no le queda duda y la noción lo envuelve en una dimensión de la melancolía que hasta ese momento no conocía. No hay muebles y aparentemente tampoco hay luz, L dice Puedes pasar unos días en mi casa si quieres, B no responde, lo mira y le sonríe, pero no responde. L pregunta ¿Qué sucede?, B enciende otro cigarro, y comienza a hablar.

La respuesta es cataclísmica, si uno elige verla así. La historia comienza un par de meses después de que L se va, una tarde cuando B sale de la universidad. En el camino se encuentra con G, instantes antes lo intuye, luego lo divisa y casi no puede creerlo, se acercan y se dicen hola, se miran en silencio, y se van juntos por ahí. Hablan del pasado y hablan del presente, vuelven al departamento de B y hacen el amor, se duermen, despiertan pero no se separan ni ese día ni el siguiente, ni durante muchos días más. Poco después G desaparece, B no sabe a donde ha ido ni a qué, pero sabe que no volverá. En ese punto interrumpe la historia, Después ya no sucedió nada, dice, L se da cuenta de que la voz de B está llena de tristeza y comprende que su chica eligió al otro, que eligió quedarse con G, que no puede ocultarlo y tampoco quiere hacerlo. Te dejó, le dice con brutalidad, B guarda silencio un instante y luego contesta Sí, me dejó.

A partir de ese punto la conversación se hace más sencilla, a L lo vence el dolor y a B algo parecido a la vergüenza y a la compasión, a los dos les queda claro que lo que fueron ha dejado de existir, y que no vale la pena pelear. Pocos días después vuelven a verse, es complicado. No pueden y tal vez no deben, pero no saben evitarlo. La sesión es ciclónica y redundante, y termina con L yéndose violentamente del departamento de B. Pocos días después se vuelven a ver, como en un deja vu incesante.

Cualquier noche durante ese periodo L sufre introspecciones convulsivas, algunas de ellas tienen que ver con estar a semanas de cumplir treinta y uno, algunas son acerca de la memoria y la historia, y otras simplemente son acerca de B. Al final lo único que logra concluir es que tal vez aún quiere morirse con ella.

No deja de visitarla, las cosas se normalizan, aprenden a estar juntos otra vez. B es diferente en muchos sentidos y L no tarda en darse cuenta de que él también lo es, un día vuelven a hacer el amor, no está mal para una segunda primera vez, piensa, se lo repite un par de veces y termina por creérselo. Más tarde platican, él le cuenta de la chica del teatro, B trata de no darle importancia pero L sabe que en el fondo se la da, de algún modo se lo agradece, y por primera vez en semanas encuentra razones para suponer que las cosas van a salir bien.

Ya casi nunca hablan de arte, ven una cantidad desmesurada de películas, tampoco hablan mucho de literatura pero hablan de música y de músicos franceses. Un día, en cambio, hablan de G, es decir, abren la carne, y se ponen a chupar el veneno, y a sacar las balas, y a remover los tumores. B hace casi toda la conversación, habla de sus poemas, que son malos, que siempre han sido malos y que sólo parecen condenados a empeorar con los años, Cuando era más joven era un poco mejor, dice, podía avizorarse en lo profundo de ellos un principio poético que recorría los malos versos como un alma penando en un laberinto. Luego había aprendido más palabras y leído más poesía, y sus versos habían sucumbido a sus intentos desmedidos. En cualquier caso G no le gusta por poeta, tampoco sabe bien por qué le gusta, no es inteligente, es valiente en un sentido triste y desesperado, es valiente porque se va a morir poeta, y probablemente se va a morir de poesía, y porque mientras viva lo hará asediado por el fracaso, en la más poética de las pobrezas y en la más poética (frenética) de las soledades. En el mundo no hay otra ser con más ganas de descubrir cataclismos que G, esa es su perdición, ese es el único valor de su existencia. B cree que por eso le gusta, porque algo en ella reacciona a esa desesperación. Y L lo entiende, para su propia sorpresa. Algunas noches después reflexiona sobre coexistir en un triángulo amoroso con un mal poeta y la idea le parece casi cursi. Pasa varias noches pensando en sus poemas guardados para siempre en un cajón, y soñando con los poemas de G, flotantes y dispersos sobre el Ródano, alejándose hacia el mar.

Un día deja su departamento y se va a vivir con B. Las cosas son sencillas y complicadas, dependiendo de la estación, dependiendo de los ciclos hormonales o de la marea, o de los signos del zodiaco. Digamos que les va como a cualquiera, se mutilan un poco mutuamente, se cosen por la cadera, se sienten felices. Pasa un año y un poco más. Eso no es lo relevante de esta parte de la historia. La parte importante es lo que ocurre inmediatamente después: Un día B se va.

La escena es poco dramática en realidad. L vuelve de la preparatoria y se encuentra una nota sobre la barra de la cocina, es de B anunciándole lo que está por hacer, no hay explicaciones, dice que lo ama, y que un día va a volver y espera que ese día L todavía esté ahí. L arruga la nota y la avienta al cesto de la basura. No intenta buscar a B porque sabe que no la va a encontrar, y porque en el fondo sospecha (y más en el fondo lo sabe) que se ha ido con G. Pocas noches después (noches terribles) ella lo llama, primero L le revienta los tímpanos a insultos, luego se disculpa, luego le pregunta cómo está, no se molesta en preguntarle dónde; ella contesta que está bien, él pregunta ¿Estás con él?, y ella responde Él está en otra habitación, luego reconsidera la pregunta y corrige, Sí, estoy con él. Ambos se quedan callados, e instantes después uno de los dos cuelga. L creerá recordar que fue él.

Los meses que siguen L se enferma de una profunda crisis existencial y de colitis nerviosa, el macabro destino no muestra signos de saciedad, en los peores días L va nueve o diez veces al sanitario, inhibe la realidad con diazepam durante algunas semanas, visita Cuba, se apunta en un gimnasio, compra una guitarra y una computadora nueva y pasa noches haciendo música que viene de lugares de sí mismo que no conoce, que no parecen suyos, y que casi no le provocan curiosidad. Poco a poco la vida se reconstruye, y el dolor se diluye, y L cumple treinta y tres años.

A veces B lo llama y hablan durante algunos minutos, se dicen hola, qué tal, cómo ha estado la vida. Las llamadas no valen gran cosa, lo que importa es que el teléfono suena, B le deja guijarros para que los busque a la luz de la luna. L posterga indefinidamente el final, supone que un día sencillamente ya no le va a contestar, que va a cambiar su número, o se va a ir a Francia, mientras tanto asume la realidad: la espera, y contesta para que ella sepa que sí, que guijarro aceptado.

Una noche el teléfono vuelve a sonar, L contesta y escucha la voz de B, sólo que no es B, sino K, su hermana. L casi sabe lo que está por escuchar un instante antes de que K lo diga, cuando lo escucha todo es excesivamente claro: B está muerta. L sucumbe a la parálisis, intenta contestar pero no lo consigue, pregunta cómo pasó, K no está segura, ocurrió en una playa del pacífico, se ahogó, L imagina un mar gris, y el alma de B vagando en las profundidades, imagina un rostro violáceo que se deshace como papel mojado hasta dejar de ser el rostro de B, hasta volverse granos de arena que desaparecen en el lecho oscuro del océano, la voz de B (la de K) le pregunta si sigue en la línea y él contesta que Sí, sigo aquí, y la palabras son como ácido muriático recorriendo su garganta. Alcanza un pedazo de papel, apunta una dirección, una hora, y cuelga; se sienta frente a la mesa del comedor, piensa en la palabra cataclismo, piensa en el silencio, y en que la muerte debe estar hecha de silencio. El sol despunta en algún momento, L prepara café.

Llega al a funeraria al mismo tiempo que el cuerpo de B, pero eso no lo sabe, y no lo sabrá. Se encuentra a K, se encuentra a un par de viejos amigos, amigos de B en realidad. La experiencia es tan canalla como suelen serlo las de su especie, alguien le ofrece un cigarro y L fuma por primera vez desde la preparatoria, se marea, visita el baño y vomita, se mira al espejo, se lava la cara, pero nada cambia. Cuando vuelve a la sala divisa a G, el rostro se reconstruye en su memoria, y todo el pasado se reconstruye detrás de él, L se dice Mierda, lo piensa un instante y comienza a andar hacia él, lo alcanza, lo enfrenta, ¿Eres G?, pregunta, y el otro contesta Sí, soy G, Yo soy L, dice L, y G responde Lo sé, L cierra el puño y le asesta un golpe potente y certero en medio del rostro, G se tambalea y cae, durante algunos segundos L se dedica a darle la paliza de su vida, G no se defiende, no puede o no quiere, es imposible decirlo. Alguien contiene a L, alguien más ayuda a G a levantarse, y ambos son expulsados del lugar bajo la mirada de desaprobación (y de temor) del resto de los asistentes. Cuando llegan afuera L está más allá de la ira, en una especie de letargo límbico donde las cosas han perdido el sentido, la calle está como entre bruma, el riguroso sol de mayo nebuliza el mundo, lo quema, lo imposiblita. Por un momento los dos se quedan ahí, de pie, sin hacer nada más, luego G echa a andar, cojea, quizá se acomoda la nariz en su lugar, L lo mira irse y dar la vuelta en la esquina sin mirar atrás. Minutos después sube a su auto y se va.

Conduce durante horas por la ciudad, conduce hasta que la noche cae, pasa por la funeraria decidido a aparcar, decidido a volver a la capilla a robarse el cuerpo de B, a morirse con ella estrellando el auto contra un poste de luz, pero no aparca, sigue sobre la avenida con el corazón revuelto, vira a la derecha y continúa en línea recta durante un par de kilómetros más, un semáforo en rojo lo detiene frente a un parque. A lo lejos descubre a G, sentado en una banca bajo un árbol, estaciona el automóvil media cuadra adelante y vuelve, lo busca, lo encuentra y se sienta en otra banca desde la que puede verlo y G puede verlo a él, o podría si quisiera, si bajara la mirada del punto inexacto del firmamento en el que (L lo sabe) está buscando a B. Lo observa durante muchos minutos, finalmente se levanta, avanza, y se sienta junto a él, ninguno de los dos habla, G enciende un cigarro y le ofrece uno, L lo acepta, fuman, y no vomita.

¿Qué quieres?, pregunta G, L contesta Quiero saber cómo pasó. G cuenta una historia vaga, no estaba con ella cuando ocurrió, la encontraron flotando junto a un montón de basura, atorada en un árbol muerto, desnuda. La ropa apareció algunos kilómetros al sur de la ciudad, en una playa vacía, L pregunta si se suicidó, y G responde que no, al menos él no lo cree, guarda silencio por un momento y dice B quería volver a ti, arroja el cigarro entre los arbustos y se queda callado, L mira la línea menguante de humo durante algunos instantes, luego se levanta para irse pero algo lo detiene, lo piensa un momento y pregunta si G alguna vez estuvo en las catacumbas de París, él lo mira sin entender, No, nunca estuve en París, responde, ¿B nunca te lo preguntó?, No, L intenta hacer una relación entre las respuestas y la realidad pero no lo consigue, se va, G se queda bajo el árbol mirando a las estrellas. No vuelven a verse.

Y la vida sigue.

Un día L cumple treinta y siete años. Poco después asiste a una feria de libros en el sureste del país. Ahí, en un estante pequeño y pobre, se encuentra un libro de poemas de G, lo compra, y dos años más tarde lo lee. Los poemas son malos, aunque no son tan malos como B se los había descrito. Casi todos son acerca de ella, pero hay uno que, L sospecha, habla de él, o del parque en el que se encontró con él, del mismo parque doscientos años después, del sonido de unos pasos que se alejan, y de la luna, y de la muerte. El título del libro es (obviamente) Cataclismos. Un día L cumple cuarenta y se da cuenta de que su vida es lo que es, B sigue muerta y él sigue vivo, y lo que recuerda en realidad sucedió. Un día sabe del suicidio de G. Un día visita París, y visita las catacumbas, y se pone a buscar los versos que B descubrió años atrás, y no los encuentra, y ya no los recuerda, y el cuento termina.