Conducía hacia Veracruz. Iba pensando en sexo, estaba
caliente y entre la carretera y mi mente flotaba un velo con la imagen de
Regina desnuda, de ella encima de mí teniendo un orgasmo, como si yo fuera el
eje de su cuerpo por un instante y nada más importara, nada más me importaba,
quería coger. A los lados de la autopista se alzaban los sembradíos de caña y
de maíz, me imaginé haciendo el amor con Regina por ahí, de pie o echados sobre
la tierra, bañados por los aspersores de agua con insecticida.
El día había empezado bien, yo
me sentía bien, no demasiado cansado, era un día soleado y yo tenía un buen
plan. Paré para cargar gasolina, compré una Corona y una cajetilla de Marlboro,
y conduje directamente hacia la autopista. Tenía la música encendida, me
dirigía al puerto para verla a ella, a Regina, hacía un par de meses que nos reuníamos
casi cada fin de semana en Xalapa, o en el Puerto, o en Cholula, o en el
Distrito Federal. Avancé sin mayores incidencias durante unos veinte kilómetros,
terminé con la cerveza.
Al salir de una curva vi un
perro a unos quinientos metros sobre la autopista, como sentado en medio del
carril de baja velocidad; distinguí una herida en su cadera, la carne abierta
con un hueso afuera, estaba aturdido, un auto logró evadirlo, lo vi chillar pero
no pude escucharlo, se arrastró lentamente algunos metros con las patas
delanteras, aullando sin parar. Un segundo auto le pasó a menos de un metro antes
de que lograra alcanzar la orilla, allí volvió a sentarse. Cuando pasé junto a
él mi corazón palpitaba con fuerza, el perro me miró por un instante, me sentí
invadido por una sensación de miedo y de dolor, quise detenerme, tenía que
detenerme, llamar a Regina y decirle que no iba a llegar, debía orillarme,
volver y salvar al perro. Avancé un kilómetro buscando un retorno pero no di
vuelta cuando lo encontré, ni cuando encontré el siguiente, y entonces supe que
no iba a tomar ninguno, y que iba a dejar al perro a su suerte, lo acepté y
continué en el camino.
Durante los
ochenta kilómetros restantes pensé en lo que había sucedido. No paraba de
repasar las posibilidades de su trágico destino, minuto a minuto, en medio de
la nada, con un hueso de fuera y ni un alma buena a su lado. Me dije que
alguien en algún momento se detendría, bajaría para salvarlo, que un policía
caritativo le daría un tiro entre los ojos o una familia cristiana se orillaría
y obraría como Jesús. Pero era difícil no asumir que el resto de la gente que
pasara por ahí en las siguientes horas haría lo mismo que yo. Pude haber
salvado a ese perro y había elegido no hacerlo. Había elegido, y continuaba
eligiendo, y continuaría.
Cuando
llegué a Veracruz había terminado con la mitad de la cajetilla. Apagué el aire
acondicionado y abrí la ventana, pedí instrucciones a un taxista para llegar a
donde quería ir y no tardé mucho en encontrar la plaza en la que había quedado
de verme con Regina. Miré el reloj, ella no tardaría en marcar. No iba a
mencionarle nada, era su cumpleaños y no quería echarlo a perder, no me parecía
suficientemente lógico, todo era más bien deprimente y ridículo, esa era la
verdad. Arriba el ánimo, me dije, A la mierda el perro, el universo es un caos,
la vida es así. Entré a un restaurante y pedí una cerveza, quince minutos
después el teléfono sonó, era ella.
- Ya estoy
aquí. ¿Dónde estás tú?
- Ahora
salgo- respondí.
Nos vimos y
me dio un beso lleno de lujuria. Feliz Cumpleaños, le dije, me tomó de la
entrepierna y me sonrió, Quiero mi regalo ahora, contestó y me besó de nuevo. Ya
había rentado un hotel, se había bañado antes de salir hacia la plaza y se veía
deliciosa en su vestido blanco, muy playero, aunque nosotros nunca íbamos a la
playa. Era una chica esmerada, se encargaba siempre de elegir los hoteles y lo hacía
bien. En esta ocasión era el Lois, desde el cual se tiene una bonita vista de
la ciudad por la noche. Entramos, abrió las cortinas del balcón y comenzó a sacarse el vestido, comenzando por el
tirante izquierdo, con una mirada de lo más sexy, dijo Ven, fui, me encantaba
que me deseara tanto, no hay mejor afrodisíaco que ser deseado así. Comenzamos a
jugar, nos besamos un buen rato y luego hicimos el amor de pie junto al balcón;
por momentos miraba el horizonte, sentía la brisa sobre mi rostro y me daba
cuenta de que era muy feliz dentro de Regina, a la orilla del mar. Nos fuimos a
la cama y terminamos con algo de violencia, Regina me dejó un buen arañazo en
la espalda y yo le dejé un chupetón gigantesco en la bubi derecha. Me dijo que
me quería y le respondí que yo también, se abrazó a mí y se dejó llevar por el
sopor postcoital. Sin darme cuenta yo volví a pensar en el perro.
Lo tenía
demasiado presente, hice una especie de balance mental en el que yo acababa de
tener cuarenta y cinco minutos de excelente sexo mientras el perro los había
pasado tratando de arrastrarse un par de metros más, de llegar a no sé dónde,
de escapar hacia cualquier lugar y hacia ninguno. Regina se levantó y fue al
baño a asearse, abrí la maleta y saqué la hierba, hice un porro y lo encendí,
volvió y le ofrecí un poco, dio una fumada pequeña y me lo regresó.
- ¿Está
todo bien?-, preguntó.
- Todo está
más que perfecto, guapa. Sólo estoy exhausto.
- ¿Pero
feliz?
- Muy
feliz.
Me besó. Los
dos teníamos hambre, nos bañamos juntos y Regina se cambió el vestido blanco por
uno un poco más como para ir a un restaurante. Fuimos a un lugar italiano sobre
la Costera, me pareció que algo en una trattoria frente al mar del golfo
sencillamente no funcionaba pero Regina comenzó a hablar de cuando iba a ese
sitio con su familia durante su niñez, y yo me ahorré cualquier comentario. Tomamos
una mesa cerca del gran ventanal del lugar y ordenamos una deliciosa pizza de
cuatro quesos, yo tomé un par de Modelos y Regina una naranjada, y fue una
comida muy agradable.
No pensé
demasiado en el perro pero tampoco pude evitarlo del todo, algo de casi todas
las cosas me lo recordaba, como la idea del queso saliendo de una vaca muy
flaca en una granja industrial y dantesca, o la piscina en el lobby del
restaurante con enormes peces japoneses sentenciados a permanecer en esa
prisión de agua clorada por el resto de sus vidas. Hay todo un mundo de
posibilidades a partir de ahí: las focas del Canadá, las ballenas del Japón o
los gorilas del Congo, tan parecidos a nosotros, estos últimos, que en su momento
fueron confundidos con hombres de la montaña. Por suerte en ese momento Regina
comenzó a hablar de nosotros. Gracias a dios.
- No me gusta que tengamos que escondernos-,
dijo.
- A mí
tampoco-, le contesté.
- Yo
entiendo tu situación, ¿sabes? Pero necesito que entiendas la mía, yo no tengo
nada que esconder de nadie, tengo ganas de salir a pasear en Xalapa y tomarte
de la mano, y no tener miedo de entrar en un café, y quiero besarte en medio
del parque si se me da la gana.
- Yo
también quiero todas esas cosas, nena, pero…
Pero no era sencillo empezar una relación con la ex de un
camarada. Me golpeó: yo era la clase de persona que no se detenía a salvar a un
perro porque iba a la playa para cogerse a la ex de su mejor amigo. Ni hablar.
- Te
prometo que voy a hablar con él. Pronto.- Concluí.
- No quiero
que te sientas presionado.
- No siento
ninguna presión.
Como en la
punta de una montaña, nena, pensé, ni presión, ni oxígeno, ni una digestión
adecuada. Regina sonrió, llamó al mesero y pidió un chardonay, y yo pedí una Modelo.
Salimos a la terraza para que yo fumara, el viento corría con fuerza, el humo,
el olor de Regina y las tres cervezas se arremolinaron en mi cabeza. Ella terminó
con el vino y dijo:
- Creo que
estoy caliente otra vez.
- Creo que
yo también.- Contesté.
Volvimos al
hotel y fuimos directamente a la cama. Hicimos el amor más o menos durante una
hora, charlamos un rato y luego nos quedamos dormidos. Cuando desperté había
anochecido, Regina seguía fuera de combate, afuera el viento soplaba con una
fuerza inusual. Me levanté para cerrar la ventana y me quedé mirando el mar
picado algunos minutos, una tormenta llegaría durante la noche, las olas habían
comenzado a devorar la playa y pronto romperían directamente sobre la avenida,
la espuma brillaba y la luna poco a poco se iba escondiendo bajo un velo de
nubes hipnóticas. Al perro la tormenta lo alcanzaría durante la madrugada,
pensé; deseé que hubiera muerto o que muriera pronto. Regina despertó.
- ¿Qué
pasa?- me preguntó desde la cama, cubriéndose el cuerpo con las sábanas, pálida,
un fantasma hermoso bajo la luz de la luna.
- No pasa
nada. Vamos a bailar.
Se bañó y
se cambió el atuendo por tercera vez en el día, yo me cambié la camisa por una limpia
y me lavé la cara. Aún tuve que esperarla durante quince minutos mientras ella
terminaba de maquillarse, encendí un cigarro.
Volví a
asomarme a la ventana. Desde el tocador Regina me hablaba de una película de
vampiros que había visto, una trilogía de vampiros adolescentes mutantes sobre
la que yo había escuchado ya muchas malas opiniones. Algo estaba claro, a
Regina le gustaban los vampiros. También yo había querido ser vampiro cuando
era adolescente, no me extrañaba que la película funcionara, los vampiros son
ajenos a la desgracia humana, aunque lo mismo se las arreglan para no carecer
de una desgracia propia. Si yo fuera un vampiro, me dije, habría salvado al
perro, lo habría convertido en un perro vampiro, convertiría también a Regina y
nos largaríamos los tres a chuparle la sangre a gente mala como George Bush.
El mundo
era un desastre, todo estaba ocurriendo en ese mismo momento, todas las
catástrofes del mundo, el perro muriendo al lado del camino. Me cruzó por la
cabeza la idea de que el universo estaba molesto conmigo, me dieron ganas de
meterme al mar y ver si conseguía salir con vida, probar la voluntad de la
noche marina como una posibilidad expiación, una forma muy rara de culpa, tal
vez, interesante e incómoda. De algún modo, sin embargo, eludible.
Cuando Regina volvió del
tocador se veía como una diosa en tacones altos. A la mierda el mar, me dije y
me fui encima de ella. No me dejó llegar muy lejos, tenía cara de berrinche, una
chica a veces quisquillosa, Regina.
- Quiero
una tacha.- Dijo, y me dio un beso coqueto entre la mejilla y la boca.
- Me
encantas.- contesté.
- ¿Por
yonki?
- En parte.
Sonreí. Nos
besamos todo el camino hasta la planta baja, buscamos un bar y acabamos en otro
lugar enfrente del mar. Playa y alcohol, y poca cosa más hay en el Puerto. Regina
pidió un Cosmopolitan y yo un Jack Daniel’s con Coca. Hablé con el mesero y me
vendió dos pastillas rojas por cuatrocientos pesos.
- Más vale
que estén buenas- le dije.
- ¿Y si no
qué, wey?- me contestó con desdén y se largó.
Pero estaban
buenas. Nos las comimos y nos besamos como en Amarte Duele porque Regina es
fanática del deporte de visitar clichés de películas malas. Explotamos una hora
más tarde, bailamos, nos besuqueamos, hicimos todo un numerito en el bar y
luego nos fuimos de ahí. Estuvimos paseando un rato en el auto, el viento hacía
que el chevy se meciera como un barco en el mar, algo había de surreal en toda
la experiencia, nos orillamos en un mirador y estuvimos besándonos no sé cuánto
tiempo más, las olas y la lluvia azotaban el auto, el ruido era ensordecedor,
como nuestra euforia, como la vida. Volvimos al hotel e hicimos el amor bajo el
efecto de las pastillas, afuera la tormenta se cernía sobre todo y sobre todos.
En algún punto nos quedamos
dormidos, no lo recuerdo. Cuando desperté ya había amanecido, miré el celular,
eran las ocho y media, yo tenía resaca pero sabía que no iba a poder dormir
más, tenía las manos entumecidas, estaba terminando de bajar de la tacha, tenía
calor y frío, me asomé al balcón y me encontré con una mañana radiante, aún
corría el viento pero el cielo estaba limpio, el sol brillaba. Ordené una
cerveza al room service y encendí lo que quedaba de un porro de la noche
anterior. Fumé en el balcón, la cerveza llegó y me senté a mirar la mañana
hasta que Regina despertó.
No se sentía bien, su resaca
siempre era peor que la mía, había comenzado a acostumbrarme. Bajamos a
desayunar y estuvimos hablando de dónde y cuándo nos veríamos la siguiente vez aunque
en ese momento yo en realidad no tenía muchas
ganas de volver a verla, o al menos no de planearlo. Había traicionado a un
amigo y había abandonado a un perro, y al final todo terminaba como siempre, en
una mañana de resaca después de una noche de fiesta. La vida era una broma.
Regina me preguntó si estaba enojado. Le contesté que no, que también me sentía
un poco mal. Terminamos de desayunar, entregamos la habitación y nos fuimos de
ahí.
Regina se durmió todo el trayecto
de vuelta a Xalapa, yo nunca podía dormir así el día después de una tacha, sentí
cierta envidia, encendí un cigarro. Viajé en silencio y por primera vez desde
el día anterior conseguí no pensar en nada. Regina despertó cuando entrábamos a
la ciudad, sintiéndose mejor. La dejé en su casa y nos despedimos con un beso, nos
dijimos que nos queríamos. Me fui. Aún tenía que conducir a Córdoba para ver un
rato a los viejos antes de volver al DF. Pasé a cargar gasolina y compré un par
de snacks en la tienda de la gasolinería. Tomé la ruta larga para salir de la
ciudad porque quería ver algo de los viejos rumbos, pasé por el centro, me hice
un porro para el viaje, estacionado en un callejón cerca de donde hice la
prepa, y me puse en camino. A unos cinco minutos de llegar a la autopista el
celular sonó.
- ¿Qué pedo, carnal? Te acabo
de ver pasar.- Era Roberto.
- ¿Ah sí?- me reí, no sabía qué
contestar.
- No me dijiste que te quedabas
un día más.
- Me quedé para ver a una nena,
ya sabes cómo soy.
- ¿Qué tranza? ¿Te lanzas?
- Me lanzo, ganso. Voy a
Córdoba, a ver a los jefes.
- Venga, mándales mis saludos.
- Con gusto.
- Un abrazo. Llama cuando
vuelvas a venir. Buen viaje.
- Un abrazo para ti, hermano.
Estamos en contacto.
Me pregunté
de dónde me había sacado la palabra Hermano, ¿de qué irremediablemente católico
lugar de mi subconsciente? Soy un ser humano echado a perder, me dije. Quizás
todos lo sean en el fondo. A mí no me bautizaron, tal vez sea eso.
Tomé la
autopista y volví al ruido de mi cabeza, y al montón de imágenes que no
sabía cómo controlar. Pronto iba a pasar nuevamente por el lugar donde había
visto al perro, la autopista a Córdoba pasa por Veracruz, porque la vida está
hecha de círculos, me imagino. Reconocí la curva del día anterior a lo lejos,
entré en ella pero al salir no vi nada sobre la carretera ni a la orilla del
camino; prendí las intermitentes, aminoré la velocidad, me orillé y me detuve
más o menos a la altura a la que recordaba haber visto al perro la primera vez.
Fumé un cigarro en el auto y bajé a buscarlo.
No di con
él, no encontré manchas de sangre por ningún lugar. Pensé en aventurarme en el
campo de maíz que empezaba a pocos metros de la autopista, llegué a la orilla,
eché un vistazo pero no vi ni un rastro y desistí. Un tráiler
pasó por la autopista, una ráfaga de viento me golpeó con suavidad, y luego por
un instante todo estuvo en silencio.
Me había
manchado el zapato con lodo, me lo quité, luego me quité el otro y volví al
automóvil, encendí el motor y un cigarro, y me puse en marcha. Seguía viendo la imagen del perro mientras se arrastraba fuera del
camino. A veces, en la imagen, me detenía, me bajaba del auto, esquivaba un par
de vehículos y lo rescataba, lo llevaba al veterinario, lo adoptaba, y aunque
el perro no volvía a caminar del todo bien, vivía algunos años feliz junto a mí,
y viajaba conmigo pendiente de la carretera desde el asiento del copiloto.
Tal vez en la siguiente vida, me
dije. Traté de borrar la imagen, todas las imágenes, encendí la música y
encendí el porro. En Córdoba me esperaba un plato de comida caliente, este inhóspito
lugar llamado Vida es inexplicablemente bueno con algunos.