martes, 29 de noviembre de 2011

Si Calderón fuera Pinochet...

Si Calderón fuera Pinochet...

Matan a Nepomuceno Moreno, activista por los derechos de las víctimas de la guerra contra la delincuencia organizada. Matan a uno más.


En agosto de este año una noticia chilena le dio la vuelta al mundo: el gobierno del país reconocía 40,000 víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet entre los años de 1973 y 1990. La cifra comprende la suma de los casos de detenidos, desaparecidos y ejecutados durante el régimen del dictador, no contempla a los exiliados ni a las familias de las víctimas, y es muy posible que, en cualquier caso, se trate de una cifra minimizada.

Hoy los medios de México (algunos) presentan la noticia de la muerte de Nepomuceno Moreno, otra víctima de la "guerra contra el crimen organizado", emprendida por el presidente Calderón. Caso ejemplar por varias circunstancias: se trataba de un civil no enrolado ni en las listas del ejército nacional, ni en las de los grupos armados insurgentes. En cambio, Nepomuceno fue primero un acuacultor, luego un padre en busca de su hijo secuestrado por la policía, y finalmente un activista por los derechos humanos al lado Javier Sicilia. Moreno fue abatido ayer probablemente por los mismos que perpetraron la desaparición (y la muerte presumible) de su hijo. Su historia se suma así al archivo creciente de historias ejemplares, cada vez más cotidianas y normales, criminalizadas por la autoridad, rápidamente olvidadas por los medios, cada vez más acalladas, pero más insoslayables, y cada vez más trágicas.

La cifra de víctimas mortales de la guerra en México (las víctimas de Calderón) es hoy de más de 50,000, en exactamente cinco años. Esta cifra no considera desaparecidos, ni detenidos, tampoco a los familiares de las víctimas, y seguramente también es una cifra minimizada.

La muerte, la persecución y la aniquilación de los derechos civiles, son la realidad de México, la libertad y la seguridad son un sueño en agonía; el nombre de Felipe Calderón ya está inscrito con sangre en la historia nacional, no hay vuelta a atrás, su gobierno exhibe la peor violencia en el país desde la revolución y una de las tasas de mortalidad por razones políticas (porque la delincuencia es un asunto de definiciones políticas) más altas en América Latina en los últimos cien años, a estas alturas comparable con los cientos de miles muertos en Centroamérica durante la década de los ochenta. El presidente parece no tolerar la competencia del pasado, Pinochet ya le va quedando chico al pequeño Calderón, aún con un año por transcurrir en su infame sexenio: el temible año electoral.


http://www.jornada.unam.mx/2011/11/29/politica/014n1pol

http://www.animalpolitico.com/2011/11/calderon-le-prometio-apoyo-hoy-nepomuceno-esta-muerto/

viernes, 13 de mayo de 2011

El jazz es así

El jazz es uno de varios caminos que pueden trazarse entre el alma y el sonido, amplio y hondo, y estricto, pero libre. El arte es la generalidad de estos caminos, un orden de transformación de “lo otro” para ajustarlo al proceso de abstracción que ocurre en el interior del ejecutante: el artista. Ese punto en el cuerpo donde surge el arte y esa síntesis química que se convierte en creación nos son inaprensibles. El proceso completo es en realidad inexplicable. Que una pulsión se convierta en movimiento resulta lógico, que el hambre devenga en cacería o en agricultura resulta más bien comprensible. ¿De dónde viene sin embargo la necesidad de convertir la planta en pigmento, y el pigmento en trazo, y el trazo en forma, y la forma en símbolo? Hay algo que nos arrastra a transformar por transformar, para manifestar lo que de otro modo es incomunicable, a involucrarnos con el mundo para que un trozo de esa inmaterialidad que nos habita consiga trascendernos, para que permanezca, para que habite en alguien más. El arte es también sistema, las transformaciones construyen coherencias, y se convierten en lenguajes, es decir en traducción de la interioridad, en algo reconocible, que viaja entre sujetos y se vuelve a conocer, y puebla distintas almas. El arte es una forma más cabal de comunicar, una forma de ser fuera del ser, una expansión, objetual o no, finalmente inobservable, pero a veces, cuando hay suerte, inexplicablemente sensible.

El origen histórico del jazz es una de las piezas clásicas en el anecdotario de los géneros musicales. Prefiero evadir ese aspecto y ensayar otra forma de explicar el jazz, a propósito de un aspecto más antropológico de la música en general. Quisiera hablar de los lenguajes.

Pensar en lenguaje remite inevitablemente a la idea de lengua, de idioma y de cultura lingüística en general. Ello se debe a que la mayor parte de las tradiciones que estudian lo estudian parten precisamente de considerar este tipo de estructuras, u otras que en algún sentido se derivan o se asocian con estas. El factor histórico-social de la modernidad significó el inicio de un modelo de organización que durante cuatro siglos ha reproducido sociedades a partir de hábitos perceptivos e interpretativos predominantemente visuales, lógicos, racionales y lingüísticos. En este contexto la música presupone un paradigma distinto.

Es más difícil distinguir la esencia medular de los lenguajes musicales. ¿Qué significa un acorde de sol mayor?, ¿Qué significa un silencio de tres tiempos justo antes de una explosión de sonidos congruentes?, ¿Qué cambia en el discurso de un acorde en primera, o segunda, o tercera inversión? La respuesta no puede producirse en el universo de los significados trazados por la lengua... por eso inventamos la música. Hablar de los acordes no es escucharlos, el nombre no remite al sonido, y sólo el sonido remite a su propio significado; los significados, por otra parte, son pedazos del signo de Saussure, y Saussure era lingüista, no músico. Hay, en cambio, una equivalencia entre el sonido y el estado de la interioridad del músico y es en esa dirección que debemos buscar el orden interpretativo, la música es una expresión de ciertas regiones de nuestra humanidad que perciben e interpretan desde el sonido aquello que las acciones racionales y lingüísticas no pueden interpretar, las ondas que los tejidos ópticos no captan, las palabras que no están en los idiomas. La música es un idioma para las otras cosas que el alma tiene que decir.

Y luego está el jazz.

El jazz está hecho de la música que no cabe en los otros géneros. Hay música que depende de una fórmula, que funciona por reiteración o por lectura. El jazz es de una especie distinta, los temas, los standards y las piezas son un pretexto para la exploración de estructuras más abstractas, de rítmicas complejas, la armonía está construida para dar cabida al caos de un solo o de muchos solos simultáneos, el tiempo está planeado para ocultarse, para prescindir de él sin perderlo, el tiempo en el jazz es un misterio difícil de explicar, permanece siempre, pero casi siempre oculto, como un esqueleto, invisible bajo capas y capas de tejidos sonoros; la lógica, cuando existe, está disfrazada de locura, está tan plagada de aristas y recovecos que no se parece mucho a la lógica ordenada del resto de la música. El jazz en una música para construirse en el acto, sus reglas están diseñadas para anularse, no son un lenguaje sino una herramienta para construir lenguajes.

Como una oda al caos que edifica por sí misma nuevos versos nunca pronunciados antes cada vez que se enuncia, como instinto, como poder bucear en los abismos más profundos sin tanque de aire, como correr sin dirección. El lenguaje del jazz es complejo porque el caos es complejo, y porque el jazz implica un intento por existir en medio de lo caótico, por sumergirse en la complejidad interior, en ese lugar cualquiera de donde surge la explosión creadora, en esa otredad que nos habita. Para el espectador se trata de una experiencia parecida, hay un mensaje que se transmite en un lenguaje que no se habla con palabras y que se caracteriza por prescindir de otro sentido que el de continuar fluyendo. Pero el mensaje llega, la negociación de la mente con el estímulo insólito, del yo verbal con el yo más fractal de lo no lingüístico, producen al final una sensación de inercia y de saciedad, de libertad casi genuina y de asombro en el mejor de los casos. Porque el jazz es así, como el mar, como el infatigable andar de las montañas, cuando es bueno, es toda una fuerza natural.

viernes, 11 de marzo de 2011

El disfraz

El disfraz.
Se llama Carlos Flores Vargas, y dedica los días a comerciar por el centro histórico de la Ciudad de México. Lleva una gran mica colgando del cuello, que le llega hasta poco antes de las rodillas y está tapizada con recortes de prensa, con una pequeña bandeja en la parte superior que sirve de repisa para las quince o veinte copias de los dos libros en existencia, él los escribió, editó e imprimió, y representan la batalla de su vida. Flores es un hombre viejo, lleva una boina española y un abrigo largo, usa gafas y una bufanda gris. Entre triste y cursi, poco hay en él que haga pensar que se trata de un buen escritor. Así que si compré y leí los dos libros es porque a veces la vida es así, educativa.
Me lo topé en no recuerdo cuál de las calles cerradas que cruzan Madero, ideales para beber cerveza cara a orillas de una estampida humana, lo que en ciertos niveles es una experiencia grata, y en otros es al menos interesante. Cuando mi amigo Yaury Hernández y yo nos sentamos en nuestra mesa (en el exterior de uno de los bares, porque los dos somos fumadores), el señor Flores ya había abordado a los ocupantes de la mesa contigua, dos parejas de aspecto risueño que ni siquiera fingían interés en lo que el escritor estaba diciendo. Yaury y yo pedimos cada uno una Corona, nos sentamos a mirar el paisaje, y yo comencé a poner atención al monólogo.
No registré el inicio, me parece que Flores hizo un recuento de su juventud literaria pero tuve el mal gusto de perdérmelo. Podemos suponer que fue parecida a muchas otras juventudes literarias, más platónicas que reales, proclives a transitar constantemente por los caminos del fracaso, y a perseverar heroica o ilógicamente. Aparentemente se hizo hombre de familia desde muy temprano en la vida y eso le dejó poco tiempo para asuntos como ponerse a escribir, cosas así en el mundo neoliberal son poco más que una frivolidad. Luego, hacia mediados de la década de los ochenta, y con Flores cerca de los cuarenta años, el destino pareció dar ese giro al que casi todos los escritores aspiran.
Ante la disyuntiva de cómo hacer para que lo que uno escribe termine en la imprenta, Flores optó por aventurarse en lo desconocido y envió un montón de cuentos a un montón de periodistas pidiéndoles ayuda para publicar su trabajo. Recibió algunas respuestas, casi todas amables, casi todas de aliento, pero nada realmente útil, salvo una. Uno de entre el montón de periodistas era nada más y nada menos que Jacobo Zabludovsky, que no sólo leyó los cuentos del escritor sino que además se entusiasmó con ellos. En algún punto declaró: Me emocionaron, me divirtieron, me conmovieron. ¡Excelentes!, balazo que Flores todavía esgrime en las contraportadas de sus publicaciones. Zabludovsky se comprometió a intervenir y emitió una recomendación personal a la editorial Diana para que a Flores se le hiciera un contrato, y así fue, en mil novecientos ochenta y cuatro el escritor firmó un acuerdo de cinco años en el que cedía los derechos de autor para la publicación de doce mil ejemplares, y se puso a esperar.
Este es el periodo de ascenso de Carlos Flores Vargas. El contrato con Diana es uno entre varios logros, por los mismos años envía cuentos a concursos y comienza una colección de pequeñas menciones y primeros puestos. Destacan un cuarto lugar en el Premio Juan Rulfo, de Guadalajara, y el lugar de honor en el Premio Max Aub, del Ayuntamiento de Segorbe, España. Su nombre empieza a hacerse frecuente en la crítica de la literatura marginal mexicana, íntimamente Flores se supone en el camino al éxito. Pero hay algo que no marcha bien: la publicación de los cuentos en Diana está detenida. La empresa arguye que la situación económica del país exige cautela, pero la inactividad se prolonga y Flores comienza a perder la paciencia. En mil novecientos ochenta y nueve, con el plazo por vencer y ningún libro en los anaqueles, Diana no tiene una mejor oferta que aplazar el contrato de Flores cinco años más. El autor estalla, un poco con razón, un poco con soberbia, y con más vísceras que cerebro se lanza a la batalla.
La medida debía ser algo para la historia, qué importaba que el encuentro estuviera perdido de antemano, y Flores no creía que lo estuviera, en su relato (yo ya iba por la segunda cerveza, Yaury miraba la carta pensando en comer) no es capaz de evitar verse a sí mismo como a una especie de héroe en medio de una gesta, y yo apostaría a que pensaba ganar, a que Flores se sentía digno de ganar, se creía un gran escritor, se pensaba del lado de la justicia (y de la justicia poética), y adivinaba que en el peor de los casos (es decir, si perdía) la historia lo vindicaría más tarde o más temprano como a un mártir, que no es un héroe, pero tampoco está mal.
Usa como foro la Feria Metropolitana del Libro y el ocho de agosto se declara en huelga de hambre, consiguiendo que no pocos medios se interesen en cubrir el asunto, y contándole personalmente la triste historia a todo el que quiere escucharla. Uno puede imaginar el clima alrededor de los acontecimientos, frívolo, pero político, medianamente moral, medianamente interesante, inflamado, mórbido, un triunfo del amarillismo cultural.
La huelga se prolonga durante algunos días sin respuesta de Diana, así que Flores da otra vuelta de tuerca. El once de agosto anuncia que de no obtener una resolución favorable el día catorce se hará amputar quirúrgicamente un miembro del cuerpo y al día siguiente se lo comerá guisado a la mexicana, para quien guste asistir. Hay literatura disponible, Flores incluye varias fotocopias de artículos en las primeras páginas de uno de sus libros, las mismas que lleva pegadas al tablero. En internet también hay unos cuantos blogs con la historia. Según una de las notas, alegó que la falta de alimentos había comenzado a dañarle la creatividad, según otra la amputación extirparía específicamente uno de los dedos de la mano izquierda. Palabras más, palabras menos, lo que Flores ofrecía era el espectáculo de un hombre cometiendo una barbaridad por un poco de justicia, y un poco de notoriedad, en ambos sentidos una atrocidad digna de admiración. Tomé un trago más de cerveza, Yaury hizo una llamada telefónica, y yo aproveché para echarle un vistazo a Flores, había dos brazos, dos piernas, y todos los dedos. Lástima, pensé. La historia continuó pese al evidente tedio de los comensales que sin embargo no tenían el estómago para pedirle que se fuera, por culpa, por buena educación, o yo que sé.
El quince de agosto llegó y Flores no se comió ningún pedazo de sí mismo, ni siquiera se lo arrancó. Aparentemente la oficina de Derechos de Autor de la Secretaría de Educación Pública (que es la entidad que se encarga de estas cosas) se puso en contacto con la editorial y con él, y se programó una reunión para el dieciséis. La ley estaba de parte de Flores, Diana no podía violar el contrato como lo estaba haciendo y el escritor fue indemnizado y liberado de cualquier obligación con la empresa. Le dieron sesenta millones de pesos de aquella época, más o menos equivalentes a unos cien mil de hoy, por concepto de las regalías que Flores no llegaría a cobrar, y lo lanzaron de vuelta al mundo (cruel e inhóspito) de los autores no publicados. Sólo un medio cubrió el final de la historia, lo cual es perfectamente comprensible.
La coda es desafortunada, la huelga contra Diana terminó con la carrera editorial del escritor y ninguna otra empresa se ofrecería a firmarlo nunca más. Flores lo intentó, tocó las puertas que conocía, pero el resultado fue la misma negativa en todos los casos, luego, como muchos más, se rindió. En mil novecientos noventa y dos uno de sus cuentos fue incluido en la antología De surcos como trazos, como letras (Conaculta), compartiendo el índice con cuentos de José Agustín y Oscar de la Borbolla, pero Flores ya había renunciado a toda esperanza de volver a ver un volumen con su nombre en la portada, “Estaba haciendo el ridículo”, declara, “porque me pasó lo que al marido cornudo, fui el último en enterarme de que estaba vetado”. Independientemente de que la metáfora construya sentido o no, el veto era claro para Flores, hipotético pero claro, la industria le había dado la espalda al escritor.
En mil novecientos noventa y nueve, el periodista Ignacio Trejo Fuentes comentó el caso de Flores en alguna columna del diario Unomasuno, no incluida por el autor entre las copias impresas del libro, y del que sólo pude encontrar la siguiente cita en Internet:
Carlos Flores Vargas ha escrito más libros de cuentos y novelas, aunque permanecen inéditas o están hechas en ediciones patito. Qué lástima que no podamos conocerlos, pero ya ve, Carlos, quién le manda a ponerse a los cabezazos con yucatecos.
El fragmento ofrece información precaria, podemos sacar en claro que a Trejo lo convence la teoría del complot, y que tiene afinidad con ciertos prejuicios raciales. Se infiere (por referencias de Flores en uno de los textos disponibles) que el artículo contiene algún tipo de vindicación del autor, una especie de apología del escribir por escribir, del leer por leer, y de la libertad que las editoriales no pueden ni podrán enajenar jamás, o cosas por el estilo. Para Flores, la irrupción de su historia en el panorama de uno los diarios “importantes” del país quizás representó algo bastante más simple y más grande: la validación de su historia, de su lucha, y de sí mismo en algún sentido. Flores emerge de la apatía literaria y decide publicar por su cuenta, funda la “editorial” Patito Feo (Flores era impresor de oficio), y se da a la tarea de convertir los manuscritos en libro, con escasa idea de la labor de editor, pero con valentía, y con no poca vanidad. Flores relata los pormenores en las páginas iniciales de ambos libros, en una auto entrevista en la que se omiten las preguntas, y en la que algunas de las respuestas parecen haber esperado largo tiempo para ser escritas. Entre otras cosas, habla mal de los políticos, habla mal de los escritores, de las editoriales y de la literatura, habla mal de sí mismo, de las mujeres, y del libro que el lector tiene enfrente.
La historia termina más o menos ahí. Flores había pasado los últimos años rondando las calles del centro de la Ciudad de México, buscando lectores para sus libros, cargando con su estante y su tablero de noticias viejas, hablando con los desconocidos sobre la gran trampa de la vida. Según sus propias cifras ha vendido más de quince mil ejemplares, tiene en puerta una novela que se presentará en el programa de Jacobo, y su notoriedad crece constantemente entre los lectores de culto, aunque esta última afirmación (atribuida al escritor en uno de los artículos) a mí me parece hiperbólica.
Los libros son, al cabo, lo que queda, Flores no pronunció una palabra sobre sus cuentos a lo largo de la narración, probablemente porque los cuentos eran la parte menos importante de la historia, los libros no eran piezas de literatura, sino el residuo de su vida, en ellos estaba contenido todo, no en los relatos, no en el papel, pero en algún sitio, y en cada uno. Terminó con el relato y los ofreció a la audiencia más aburrida de la historia, el precio estaba sujeto a negociación porque a Flores no le interesaba hacerse rico, quería ser leído, y lo aclaró con un tono abnegado, e incluso solemne. Yo iba por la cuarta cerveza, los de junto se miraron mutuamente y decidieron no comprar nada, Flores insistió un poco, sin éxito, agradeció por la paciencia y se marchó... hacia mi mesa.
Nos preguntó si queríamos escuchar su historia, Yaury contestó que no y yo aclaré que ya habíamos escuchado grandes fragmentos de lo que había contado minutos atrás. No hubo forma de evitar que hiciera una síntesis general, breve por fortuna, luego me ofreció los libros directamente a mí, y me pidió sesenta pesos por cualquiera de los dos, le pregunté cuál era mejor, y él contestó que ambos eran igual de buenos, le ofrecí cien por el par, y Flores aceptó con agrado. Los compré por necedad, tenía ganas de que fueran buenos, tenía ganas de haber descubierto un auténtico escritor maldito, los compré intentando sentir lo que hubiera sentido si luego del relato Flores me hubiera mostrado el muñón donde antes estaba su mano. Lo cierto es que al final el cálculo de Flores era más o menos acertado, los dos libros sí eran igual de buenos: los dos eran malos.
En dos mil ocho, la periodista y escritora Patricia Zama publicó un artículo en el que Flores aparece primero como una leyenda urbana, luego un luchador social, y finalmente (y previsiblemente) como un mártir del arte mexicano. El retrato de Flores es el de un proscrito que levantó la mano contra el stablishment de la literatura y ganó una batalla, pero perdió la guerra. Lo habían vetado para siempre por su conducta rebelde y ningún Zabludovsky podría cambiar ese destino ahora, habían vuelto a atentar contra la precaria vida cultural del país, porque el capitalismo no conocía fronteras, y porque la literatura era un rehén fácil, y así la lucha de Flores era, en realidad, la lucha de todos. No hay una palabra sobre la obra del escritor, no hay una sola opinión, el artículo es político, no literario.
Algo parecido ocurre con el resto de los textos que Flores incluye en las páginas preliminares de los libros. La prensa de la época registra al autor como una atracción bizarra de la Feria Metropolitana, un fenómeno al lado de la mujer barbuda y la gente con cabeza de huevo: Carlos Flores Vargas, el hombre que casi se arrancó un brazo. La ausencia de una crítica persiste; afirmar que ninguna de las personas que escribió entonces acerca de Fuentes había leído sus libros me parece aventurado, pero no demasiado, la historia es buena independientemente de que Flores lo sea o no, es un artista premiado, es amigo de Jacobo Zabludovsky, y es un escritor firmado por Diana. No necesita ser bueno.
Y luego están los blogueros que escriben sobre el asunto, que tampoco son demasiados, y cuya opinión no es exactamente profunda, ni tan inteligente como emocional. A ellos, me imagino, les pasó lo que a mí, sucumbieron al hechizo de suponer que habían encontrado algo mágico, algo que el resto del mundo había pasado por alto, como nos pasó por alto a nosotros, y así, si Flores fuera bueno quizá para nosotros aún cabría algún consuelo. Pero Flores no es bueno, y ni con Jacobo, ni con Max Aub, ni con Diana se puede discutir contra la única evidencia final, el triunfo y la sangre de Flores, y su inagotable odisea: los libros.
Que sean terribles es una exageración. Flores no es el peor escritor en la historia del castellano, su lengua literaria casi es grata, estorba el barroquismo, el abuso de adjetivación, tal vez la falta de oficio, hay demasiadas palabras pero no porque sean muchas, sino porque muchas son innecesarias. Por ratos es un narrador simpático, que sin embargo no consigue evitar los vicios recurrentes, el texto no es una pieza terminada, carece de edición y hasta de autocensura, explica demasiado, matiza lo que acaso intimida al autor, o lo que lo atrae, aquello que al final es el eje de todas sus historias, la violencia, la crudeza, termina siempre elevándolas a cumbres que no les pertenecen, convierte lo terrible en algo cursi, lo bajo, me parece, lo atemoriza.
Las historias no son fracasos totales, a veces son imaginativas, Flores es capaz de ingeniar buenos argumentos, marcos para grandes historias y para grandes cuentos, que a veces incluso parecen la promesa de ambos. Pero el golpe que lanza no consigue entrar, Flores otra vez no se arranca el brazo, en el momento de escribir algo se esfuma, hay un proceso narrativo de negociación, ¿será con la moralidad?, ¿con la normalidad?, y la historia se tambalea hasta el aborrecible final, que tampoco es el peor posible, pero que no es el necesario, no hay fuerza, ni fiereza, no hay una sensación de riesgo, el mundo no se detiene, el cuento no pesa.
Mientras nos alejábamos del bar tuve la sensación de haber cometido un error. Yaury también lo creía, Te vas a arrepentir, me dijo, y supe que tenía razón, acababa de echar un billete a la basura, o lo había invertido en una lección innecesaria: los escritores malditos no rondan el centro histórico. No es una enseñanza digna de muchas palabras más. Leí los dos libros de un jalón un par de semanas más tarde, como pagando una penitencia, la sensación fue exactamente esa, la desilusión ni siquiera hizo acto de presencia. Muy en el fondo de mí una voz repetía: La vida es así.
A Flores me lo topé nuevamente un par de meses más tarde. También esta vez me acompañaba Yaury, estábamos en uno de los Salones Corona, en las mismas calles pero a la hora de la comida. Lo vi acercarse cuando estábamos por ordenar, habló con un par de chicas fresa que lo interrumpieron a los cinco minutos de la historia para confesarle que ellas no leían, Flores intentó hacer un chiste moral que no le salió, las chicas no rieron, y el escritor emigró. Llegó a mi mesa y nos ofreció su relato y sus libros, Yaury le dijo que ya nos conocíamos y que ya nos había contado todo, Flores nos recordaba o fingió recordarnos, me preguntó si había leído los libros y le dije que no pero que eran los siguientes en mi lista, era mentira, los había leído pocas semanas antes pero no tuve el valor de aceptarlo, no tenía ganas de decirle que no me habían gustado, y hay mentiras demasiado complicadas, casi imposibles de ejercer. Flores rió, o fingió reír, y se fue, miré a las chicas fresas de la mesa de junto e imaginé que en la cabeza de Flores yo no era muy distinto de ellas, y ninguno de nosotros era muy distinto de Diana. Y él era Flores, el mártir. Yaury me preguntó por qué no le había dicho lo que pensaba de su trabajo, (él sabía que no me había gustado), y le contesté con toda la honestidad que había en mí, Por pereza, dije, bebí un poco de cerveza y traté de olvidarme del asunto.
Pero no lo consigo del todo, y cuando lo revisito siempre pienso en cómo fue que la vida terminó por prestarle el disfraz de un escritor proscrito a un escritor mediocre, y en aquellos que cuando lo miran toman el disfraz por verdadero, y en mí, como un abrupto provinciano en la capital, deslumbrado con el romance fácil de los lugares comunes.
En fin.