Al principio no estaba segura de que fuera él, lo vi un par de
filas de asientos más allá, tan pequeño que era inconfundible: era Federico.
Dejé mi lugar y fui hacia donde estaba, su mirada perdida me encontró justo
antes de que yo lo llamara, nos sonreímos.
- ¡Federico!
- ¡Isabel! ¿Cómo has estado?
Nos abrazamos. Siempre es divertido abrazar a un chico más pequeño
que tú.
- ¡Bien!, ¿y tú?, ¿qué ha sido… de ti?
Debía haberlo pensado dos veces antes de acercarme a él pero ya
era tarde. No podía ser tan grave, Federico era un buen tipo, un buen tipo que
había desaparecido misteriosamente, sin dejar rastro. Sonrió una vez más, con
una especie de resignación en el gesto.
- No te preocupes-, dijo para tranquilizarme.
Es decir, si uno se esfuma está bien, pero si uno se esfuma y
luego vuelve a aparecer, la gente hará preguntas, el saludo más elemental
las presupone, y ¿por qué no habrían de hacerse? ¿Debe uno sólo ignorar a
la gente que un día desaparece y al día siguiente nos topa de
bruces, o casi, en el aeropuerto? Por otro lado, los aeropuertos son,
probablemente, un punto de paso usual para la gente que se esconde. Entonces
tal vez lo correcto hubiera sido no saludarlo, incluso hacerme la desentendida.
Daba igual, daba completamente igual.
- Es una historia larga-, dijo. Me miró con suspicacia durante un
momento y siguió. - Tú… ¿No sabes nada? ¿Nadie dijo nada en la oficina?
- No avisaste en la oficina.
- Ya.
- No tenemos que hablar de eso, ¿sabes?, yo…
- No fue nada, una especie de crisis nerviosa, esa clase de cosas.
No supe qué decir. Federico sonrió una vez más, como excusándose. Jamás lo hubiera pensado de él. Probablemente él tampoco lo había
pensado de sí mismo.
- El doctor dice que se debió a un desbalance químico, una
insuficiencia de serotonina y dopamina. Como estar drogado, pero al
revés. No puedo negar que eso tiene sentido…
- Federico…-, dije, con un tono maternal que me recordó al
de mi madre y me apartó de golpe de la ternura que comenzaba a sentir. Una
crisis nerviosa, en alguien como él… no había esperanza para el
mundo.
- Es extraño. El doctor dice… ¿te puedo contar algo?
- Me puedes contar lo que quieras-, contesté.
Federico comenzó a hablar con la mirada hundida en la enorme
plancha de cemento en el centro de los andenes, por un instante me
pareció incluso más pequeño, casi del tamaño de un niño. Luego, guiada por sus
palabras, yo también me perdí en el reflejo cegador de toda aquella luz.
- El doctor dice que todo está en mi cabeza. Es cierto que todo es
un poco nebuloso, También dice que debo tener en cuenta la posibilidad de haber
alucinado algunas cosas, puede ser que parte de la información que guardo en mi
memoria sea falsa… No estoy seguro. Tiene sentido, pero no lo sé.
- ¿A qué te refieres?
- Es una de esas cosas que, si las piensas, y
estás equivocado, dejan muy desdibujados tus mapas de la realidad y la cordura.
- Cuéntame.
Federico tardó un instante en continuar, fingió mirarme
sombríamente, sonrió.
- Todo comenzó un par de meses antes de que dejara de ir a la
oficina. Había comprado una computadora nueva, al fin había terminado de arreglar
mi departamento. Yo era una de esas personas que encuentran dicha en ese tipo
de cosas, ¿sabes?, y este parecía el inicio de una buena etapa. Luego, una
mañana, sin razón aparente, el ordenador comenzó a fallar, el teclado se había
desconfigurado y no podía encontrar la combinación correcta para poner acentos.
Es la clase de cosas que te desbalancea. Compras una máquina nueva, una máquina
buena, y a las dos semanas falla. Estuve irritable por aquellos días,
probablemente te conté algo.
- Creo que sí.
- Supongo que sí, me quejé mucho al respecto. En fin. Lo superé,
llevé la computadora a arreglar y todo se resolvió. Pocos días después el
refrigerador comenzó a hacer un ruido extraño. No se descompuso en ese momento,
pero tan pronto escuché el ruido supe que quería decir algo malo. Por lo demás,
era un aparato usado, la situación era comprensible, podía haberse dañado en la
mudanza, y no había nada que me llevara a pensar que ambas fallas estuvieran
relacionadas, de hecho era absurdo imaginar siquiera que lo estuvieran. Pero yo
lo imaginé. No me preguntes por qué, Isabel, pero yo supe en ese momento que
por alguna razón el universo había comenzado a colapsar a mi alrededor de un
modo sutil, pero implacable.
Sonrió nuevamente. Experimenté un gusto repentino por esas sonrisas fáciles
que se sucedían en su rostro, luego pensé que tal vez eran una muletilla, luego
le di algo de crédito al contexto y se me ocurrió que bien podían ser las
sonrisas compulsivas de un maniático.
- Durante los siguientes días y semanas mi vida se fue
llenando gradualmente de fallas. Un martes por la mañana, mientras
conducía a la oficina, el automóvil se detuvo inexplicablemente en medio de la
avenida. Así, sin más. Días más tarde, el calentador de agua dejó de funcionar.
Poco después un ligero sismo descuadró la puerta de entrada y en un brusco
intento por reacomodarla terminé rompiéndole el vidrio. A veces, cuando
caminaba por la casa, encontraba tirada una tuerca, un cable, una pieza de un
aparato imposible de identificar. Uno o dos días después algo más se
rompía, la silla perdía una rueda, a la sartén se le caía el mango, el estéreo
no encendía. El refrigerador también falló, tal y como lo había predicho, y eso
me llenó de una certeza inasible y aterradora. Arreglé el calentador y no pasó
más de una semana antes de que comenzara a dar síntomas de extrema antigüedad
toda la instalación del gas. La computadora falló por segunda, tercera y cuarta
ocasión. El drenaje del departamento se obstruyó de un modo que el fontanero no
pudo explicar. Comencé a perder el control poco a poco. Debe parecerte una
tontería.
La verdad era que sí, me lo parecía, pero no iba a decírselo
porque al mismo tiempo sabía perfectamente que la mayor parte del equipaje que los
humanos arrastramos por el mundo está hecho de tonterías. La aflicción se
esconde tras esquinas cotidianas y aburridas.
- No son tonterías para nada-, respondí.
- Sí lo son. Y hasta ese punto yo también lo pensaba. Estaba en
mis cabales, o eso creo. En ese momento lo creía tanto que no vi venir lo que estaba por suceder. Todo lo anterior había ocurrido a lo largo de, más o
menos, un mes, en el que paulatinamente me fui quedando sin dinero por todos
los gastos implicados. Las fallas, que primero se suscitaban aisladas, dándome
la oportunidad de pagar las reparaciones con cierta organización,
comenzaron a yuxtaponerse en el tiempo y el espacio. En el baño,
comenzaron a fallar simultáneamente el lavamanos y la regadera. El vidrio de la
sala sufrió el violento impacto de una paloma desorientada que murió en el
incidente y dejó un reguero de vidrios, plumas y sangre por toda la habitación.
Tuve que pagar por la limpieza y por el cambio del vidrio. Luego se fueron el
internet y el teléfono, llamé a la compañía y tardaron cinco días en ir a mi casa
para arreglarlo, el arreglo duró dos días, y luego volví a quedarme
incomunicado. La compostura del auto era lo más duro de pagar, pero en
vista de la creciente lista de dificultades que la vida ponía ante mí,
era también lo más impostergable. Visité al mecánico, acordamos
un precio y me fui del taller tratando de convencerme a mí mismo de que ese era
el inicio de la solución de todos mis problemas. Al día siguiente salí de mi
casa y me dirigí al banco para retirar el dinero que necesitaba, entré al
cajero metí la tarjeta y solicité el dinero. El aparato se comió el plástico
sin darme el efectivo. Me quedé ahí, mirando la pantalla que me informaba del
fallo y me sugería comunicarme inmediatamente a un número del banco.
- Podías hacer un retiro en caja.
- Lo intenté, pero cuando me mudé a la ciudad no actualicé mis
datos de cuenta, y mi identificación no era vigente. Tenía que ir a la sucursal
de origen, firmar papeles. No iba a poder resolverlo así.
- Mierda.
- Sí. Fui al taller y el mecánico me dijo que no se sentía cómodo
dándome el coche si no le pagaba. Me pareció de lo más razonable, creo que yo
tampoco me hubiera sentido cómodo en su lugar. Además, dentro de mí
quería creer que este era un problema que podía resolver. No le dije nada a
nadie, ¿decir qué? En la vida a veces las cosas se descomponen. Punto. ¿No?
- ¿No?
- Yo sabía que no.
No supe qué cara poner ante semejante historia. Intenté poner una
de mucho interés, pero ni con todo mi esfuerzo me lo creí. Me reí, Federico
también se rió. Esa no era la risa de un maniático. Me pregunté quién habría
sido el maniático más pequeño de la historia.
- ¡No estoy loco, Isabel!
- ¡Ya lo sé!
- Dime que crees que no estoy loco. O dime que sí. Dime la
verdad.
- No creo que estés loco.
Lo pensé, él me miraba con los ojos llenos de interrogación. Iba a
decirle: Realmente no creo que estés loco, pero decidí no hacerlo.
- Cuéntame más, anda.
- No estoy loco, y si yo estuviera loco eso no haría del mundo un
lugar cuerdo.
- Cuéntame ya.
- Pues eso. Sin darme cuenta había llegado a una situación en la
que no tenía automóvil, y nada de lo que poseía funcionaba bien, y la vida se
me caía a pedazos, y ahora, además, no tenía dinero. Tenía amigos, claro, pero
mis amigos eran tan pobres como yo, o más pobres incluso. Dios los
bendiga. Uno de ellos, Amaury, un baterista, me prestó un poco de dinero para
comer y beber durante una semana, y luego, esa misma noche, publicó en Facebook
que el parche de uno de sus tambores se había reventado. Subió una foto, la
forma de la rotura era como una calavera.
- ¡Eso no es cierto!
- No, lo de la calavera es un adorno. Pero la sensación fue
parecida, y al mismo tiempo todo era absuro, ¿me entiendes? Es muy complicado
estar seguro de algo que casi no tiene sentido.
- Me lo puedo imaginar.
- Y te podrás imaginar que también hay una cuota anímica. Todo el
asunto comenzó a calarme, como una lluvia constante que puedes tolerar en un
principio, pero que poco a poco te merma, y si se lo permites te puede
arrastrar a estados paroxísticos de ansiedad. Comencé a sentirme agotado, en
parte lo estaba, todo era demasiado, estaba deprimido, cuerpo y alma, mi barco
se hundía. Es una sensación fuerte.
- ¿Y luego?
- Cuando ya mi único medio de comunicación era el celular, e
incluso este comenzó a fallar, decidí que era necesario hablarle de esto a
alguien con el poder y la voluntad de ayudarme si la situación empeoraba. Llamé
a mi mamá, le conté parte de la historia, la parte cuerda, le dije que todo me
estaba saliendo mal, ella me dijo que la vida es así, que debía tener
paciencia, todo iba a mejorar. Quise creerle pero no pude. Todo esto fue un
lunes, el mismo lunes que dejé de ir a trabajar. Mamá depositó algo de dinero en la cuenta de un tío que vive en la ciudad y el tío se ofreció a
llevarme el dinero a casa esa noche. Tocó el timbre alrededor de las nueve, bajé y lo invité a pasar pero él
declinó, iba con algo de prisa. Me dio el dinero, le agradecí, nos abrazamos y nos despedimos. Volví al departamento, conté el dinero
y volví a la cama. Diez minutos más tarde el timbre sonó nuevamente, era mi tío, cuyo auto no
encendía. Pasé esa noche considerando muy seriamente todo lo que estaba ocurriéndome. La noción de que si lo decidía podía dejar el trabajo, y terminar el mes, pagar la renta, y tener un cascarón donde sentarme a esperar la llegada de la inevitabilidad, me producía un efecto de tal paz que decidí tampoco ir a la oficina al día siguiente. Pasé toda esa semana decidiendo no ir a la oficina una noche a la vez, hasta que llegado el sábado di el asunto por concluido.
- Pepe te llamó, yo también te llamé.
- Lo sé. A veces no podía contestar, el celular…
- Ya…
- La verdad es que no contestaba porque no quería hablar con
nadie, porque de ¿qué diablos va a hablar alguien que no sabe mantener su barco
a flote?
- Eso es duro.
- Todo el asunto comenzó a sepultarme. El domingo salí a dar un largo paseo, me
sentí muy libre caminando así, casi sin dinero, muy libre y muy triste, y muy lejos todo, demasiado cerca de mí
mismo. Lunes, martes y miércoles me quedé en casa, mirando el techo de mi
habitación durante varias horas, leyendo, escuchando el departamento caerse a
pedazos, clavo por clavo. El jueves volví a salir, fui al mercado y compré
algunos víveres, cuando volví a casa ya no había luz. Bajé, revisé el medidor sin saber qué buscaba exactamente, y luego dejé el asunto en paz. Los días se sucedían con una continuidad que me tenía perplejo. Yo me sentía, por el contrario, cada vez más paralizado. Una mañana desperté con un dolor de lo más incómodo en la pierna izquierda, uno de esos dolores que hacen complicadas las cosas más sencillas ¿sabes? Decidí dejar pasar unos días, suponiendo que tarde o temprano se iría. Incluso
en los peores momentos la mente tiende a asumir que algo va a salvarnos. Pero
lo que ocurrió fue exactamente lo contrario. No sé si el dolor cambió, pero yo cada día estaba más consciente de él. Luego, una tarde, comenzó a
reptar de una pierna a la otra, te lo digo, podía sentirlo arrastrarse. Se movió despacio
por mis ingles e invadió mi pierna derecha de arriba a abajo. Todo el asunto debe haber tomado tres o cuatro minutos. Lo que me estaba pasando estaba llegando al final, y yo no tenía cómo enfrentarlo, y ¿qué me estaba pasando, después de todo?
- ¿Una crisis nerviosa?
- Sí, eso.
- Chale.
- Ya no volví a salir de mi casa. El celular murió y supe más del mundo exterior durante algunos días. Ahí estaba yo, con mi
dolor en las piernas y mi inhabilidad para hacerme cargo de mí mismo,
picándome los ojos en medio de una penumbra apocalíptica, sin gas, sin luz y sin dinero, sin ninguna posibilidad
visible de escape, completamente a la merced de la providencia.
- ¿Y tu mamá?
- Dios la bendiga. Una tarde se abrió paso a través de la
puerta y del caos que imperaba en todo mi departamento. Ella es más pequeña que
yo ¿sabes?, menudita como como una hormiga, escarbó su camino hacia mí. Cuando
la vi por primera vez entendí de qué hablaa la gente cuando habla de salvación, de la intuición de que han sido tocados por un ángel.
- La sensación de supervivencia…
- ¡Y de divina intervención! Durante algunos días toda la vida se ve de un color distinto, son días de reflexión, de gratitud. Mamá me
llevó a casa, donde ella y mi padre se hicieron cargo de mí durante algunas
semanas. El dolor de las piernas se fue poco a poco, el doctor dijo que no
había ninguna razón física para él, un truco mental de mí hacia mí, paranoia,
como la idea de que el universo se me venía encima. Pasaron seis meses antes de
que volviera a acercarme a una computadora, unos cuantos más antes de que
decidiera volver a conducir. Creo que sí, creo que lo peor ha pasado.
- Y tal vez ahora tu vida sea a prueba de descomposturas, al menos
por un tiempo.
Pobre Federico, quería aparentar un control de sí mismo que no
tenía, de verdad quería creer que todo había sido un episodio de locura
temporal, pero yo podía darme cuenta de que una parte de él estaba convencida
de que la historia había ocurrido como él la recordaba, y quién sabe, quizás había
sido así.
- No es fácil volver al mundo luego de un viaje así-, dijo.- La
realidad, este… mundo que vemos… no es lo que parece… y si lo es no es
porque algo lo obligue, nada lo contiene, puede cambiar en cualquier momento,
sin razón alguna. Puede cambiar dentro de ti o fuera de ti, pero una vez que lo
hace nada vuelve a ser igual, nada vuelve a tener sentido, como si todo estuviera al borde del abismo en todo
momento.
- Como ponerle atención a la respiración…
- O como tratar de volver a soñar el mismo sueño del que acabas de despertar.
Nos despedimos cuando el sonido local anunció que para él había
llegado el momento de abordar, nos abrazamos, nos sonreímos por última vez. No
quise preguntarle a dónde iba, ni nada más. Él tampoco dijo
nada, dio media vuelta y caminó hacia el pasillo. Vi su pequeña figura doblar
por una esquina, seguido por los otros pasajeros, y me quedé parada ahí mismo, pensando en algo más que decir, no a él, sino a
mí, acerca de lo que sentía, o pensaba, o intuía, no sabía definirlo, ni
ubicarlo dentro de mí, pensé en la locura, pensé en la clase de cosas que tendrían que
pasarme para volverme loca pero pronto me di cuenta de que pertenecen a la
clase de cosas difíciles de imaginar. Notaba mi respiración y no podía parar de notarla. Me cercioré de que mi celular y mi tableta funcionaran
bien, miré el televisor, miré al gran tablero de arribos y salidas. Todo
parecía estar bien. Volví a sentarme, cerré los ojos. Tenía que aprender a ser
más prudente, no saludar a cualquier rostro familiar sólo porque sí. La gente
que desaparece debería quedarse fuera del mundo. Mi respiración seguía ahí, y seguiría ahí durante varios
minutos más. Federico, ¿qué me hiciste?, me pregunté.