miércoles, 18 de septiembre de 2013

el destino

Creo que tendemos a ver la vida de un modo antropocentrista, y creo que eso nos impide ver el plano más grande del asunto. Estaba pensando, por ejemplo, en el destino, en como básicamente nadie le da crédito al destino en estos tiempos. Según ellos es porque la noción de destino no es compatible con la razón científica, lo cual me parece que es no tener idea ni de una cosa ni de la otra. El destino es una de las cosas que más fácil  resulta discernir por medio del racionalismo científico, siempre que uno consiga superar la barrera del ego antropológico.

La ciencia moderna señala, palabras más, palabras menos, que el universo comenzó con el estallido de una partícula pequeñita que contenía todo lo  que hay en el cosmos. La partícula, que era energía pura, explotó, lanzando un montón de material incandescente en todas direcciones, que desde entonces ha venido enfriándose y expandiéndose, formando así las galaxias, las estrellas y los planetas, como el nuestro, y todo lo que hay en esos planetas, incluidos nosotros.

Las  ideas de la voluntad y de la individualidad, sobre las que erigimos nuestro amor propio, resultan interesantes como ejercicio narrativo para explicarnos nuestras vidas y la historia de nuestras civilizaciones. Pero también nos hacen perder la perspectiva de una realidad cósmica bastante contundente: el universo ya explotó. Cada átomo que compone nuestros cuerpos ha viajado durante millones de años a través del espacio para convertirse en nosotros, si bien el viaje no termina ahí, y no depende de nosotros.

En el fondo nadie sabe realmente lo  que hace en este mundo, o por qué lo hace. La gente va y camina porque algo la lleva a caminar, se dice Voy a la escuela  porque su energía está en un viaje que empezó hace una eternidad y no puede variar su recorrido, como la tierra no  puede dejar de girar alrededor del  sol, ni el sol  puede evitar brillar. Así que camino y me digo Voy caminado, y estoy  completamente equivocado. Lo  que pasa es que mi energía está  viajando, yo,  que  no soy más que la conciencia de ese viaje, digamos: el viajero, soy lo que menos importa en esa caminata, ni yo  ni  lo que yo vaya pensando mientras voy por ahí. Es mi destino ir por ahí, es el viaje que debe ser, el único viaje posible, porque el universo ya explotó. Y yo voy por ahí explotando.

martes, 3 de septiembre de 2013

Federico

Al principio no estaba segura de que fuera él, lo vi un par de filas de asientos más allá, tan pequeño que era inconfundible: era Federico. Dejé mi lugar y fui hacia donde estaba, su mirada perdida me encontró justo antes de que yo lo llamara, nos sonreímos.

- ¡Federico!
- ¡Isabel! ¿Cómo has estado?

Nos abrazamos. Siempre es divertido abrazar a un chico más pequeño que tú.

- ¡Bien!, ¿y tú?, ¿qué ha sido… de ti?

Debía haberlo pensado dos veces antes de acercarme a él pero ya era tarde. No podía ser tan grave, Federico era un buen tipo, un buen tipo que había desaparecido misteriosamente, sin dejar rastro. Sonrió una vez más, con una especie de resignación en el gesto.

- No  te preocupes-, dijo para tranquilizarme.

Es decir, si uno se esfuma está bien, pero si uno se esfuma y luego vuelve a  aparecer, la gente hará preguntas, el saludo más elemental las  presupone, y ¿por qué no habrían de hacerse? ¿Debe uno sólo ignorar a la gente que un día desaparece y  al  día siguiente nos topa de bruces, o casi, en el aeropuerto? Por otro lado, los aeropuertos son, probablemente, un punto de paso usual para la gente que se esconde. Entonces tal vez lo correcto hubiera sido no saludarlo, incluso hacerme la desentendida. Daba igual, daba completamente igual.

- Es una historia larga-, dijo. Me miró con suspicacia durante un momento y siguió. - Tú… ¿No sabes nada? ¿Nadie dijo nada en la oficina?
- No  avisaste en la oficina.
- Ya.
- No tenemos que hablar de eso, ¿sabes?, yo…
- No fue nada, una especie de crisis nerviosa, esa clase de cosas.

No supe qué decir. Federico sonrió una vez más, como excusándose. Jamás lo hubiera pensado de él. Probablemente él tampoco lo había pensado de sí mismo.

- El doctor dice que se debió a un desbalance químico, una insuficiencia de serotonina y dopamina. Como estar drogado, pero al  revés. No puedo negar que eso tiene sentido…
- Federico…-, dije, con un tono maternal que me recordó al  de mi madre y me apartó de golpe de la ternura que comenzaba a sentir. Una crisis nerviosa, en alguien  como  él… no había esperanza para el mundo.
- Es extraño. El doctor dice… ¿te puedo contar algo?
- Me puedes contar lo que quieras-, contesté.

Federico comenzó a hablar con la mirada hundida en la enorme plancha de cemento en el centro de los andenes, por un instante me pareció incluso más pequeño, casi del tamaño de un niño. Luego, guiada por sus palabras, yo también me perdí  en el reflejo cegador de toda aquella luz.

- El doctor dice que todo está en mi cabeza. Es cierto que todo es un poco nebuloso, También dice que debo tener en cuenta la posibilidad de haber alucinado algunas cosas, puede ser que parte de la información que guardo en mi memoria sea falsa… No estoy seguro. Tiene sentido, pero no lo sé.
- ¿A qué te refieres?
- Es una de esas cosas que, si las piensas, y estás equivocado, dejan muy desdibujados tus mapas de la realidad y la cordura.
- Cuéntame.

Federico tardó un instante en continuar, fingió mirarme sombríamente, sonrió.

- Todo comenzó un par de meses antes de que dejara de ir a la oficina. Había comprado una computadora nueva, al fin había terminado de arreglar mi departamento. Yo era una de esas personas que encuentran dicha en ese tipo de cosas, ¿sabes?, y este parecía el inicio de una buena etapa. Luego, una mañana, sin razón aparente, el ordenador comenzó a fallar, el teclado se había desconfigurado y no podía encontrar la combinación correcta para poner acentos. Es la clase de cosas que te desbalancea. Compras una máquina nueva, una máquina buena, y  a las dos semanas falla. Estuve irritable por aquellos días, probablemente te conté algo.
- Creo que sí.
- Supongo que sí, me quejé mucho al respecto. En fin. Lo superé, llevé la computadora a arreglar y todo se resolvió. Pocos días después el refrigerador comenzó a hacer un ruido extraño. No se descompuso en ese momento, pero tan pronto escuché el ruido supe que quería decir algo malo. Por lo demás, era un aparato usado, la situación era comprensible, podía haberse dañado en la mudanza, y no había nada que me llevara a pensar que ambas fallas estuvieran relacionadas, de hecho era absurdo imaginar siquiera que lo estuvieran. Pero yo lo imaginé. No me preguntes por qué, Isabel, pero yo supe en ese momento que por alguna razón el universo había comenzado a colapsar a mi alrededor de un modo sutil, pero implacable.

Sonrió nuevamente. Experimenté un gusto repentino por esas sonrisas fáciles que se sucedían en su rostro, luego pensé que tal vez eran una muletilla, luego le di algo de crédito al contexto y se me ocurrió  que bien podían ser las sonrisas compulsivas de un maniático.

- Durante los siguientes días y semanas mi  vida se fue llenando gradualmente de fallas. Un  martes por la mañana, mientras conducía a la oficina, el automóvil se detuvo inexplicablemente en medio de la avenida. Así, sin más. Días más tarde, el calentador de agua dejó de funcionar. Poco después un ligero sismo descuadró la puerta de entrada y en un brusco intento por reacomodarla terminé rompiéndole el vidrio. A veces, cuando caminaba por la casa, encontraba tirada una tuerca, un cable, una pieza de un aparato imposible de identificar. Uno  o dos días después algo más se rompía, la silla perdía una rueda, a la sartén se le caía el mango, el estéreo no encendía. El refrigerador también falló, tal y como lo había predicho, y eso me llenó de una certeza inasible y aterradora. Arreglé el calentador y no pasó más de una semana antes de que comenzara a dar síntomas de extrema antigüedad toda la instalación del gas. La computadora falló por segunda, tercera y cuarta ocasión. El drenaje del departamento se obstruyó de un modo que el fontanero no pudo explicar. Comencé a perder el control poco a poco. Debe parecerte una tontería.

La verdad era que sí, me lo parecía, pero no iba a decírselo porque al mismo tiempo sabía perfectamente que la mayor parte del equipaje que los humanos arrastramos por el mundo está hecho de tonterías. La aflicción se esconde tras esquinas cotidianas y aburridas.

- No son tonterías para nada-, respondí.
- Sí lo son. Y hasta ese punto yo también lo pensaba. Estaba en mis cabales, o eso creo. En ese momento lo creía tanto que no vi venir lo que estaba por suceder. Todo lo anterior había ocurrido a lo largo de, más o menos, un mes, en el que paulatinamente me fui quedando sin dinero por todos los gastos implicados. Las fallas, que primero se suscitaban aisladas, dándome la oportunidad de pagar las reparaciones con cierta organización, comenzaron a yuxtaponerse en el tiempo y el espacio. En el baño, comenzaron a fallar simultáneamente el lavamanos y la regadera. El vidrio de la sala sufrió el violento impacto de una paloma desorientada que murió en el incidente y dejó un reguero de vidrios, plumas y sangre por toda la habitación. Tuve que pagar por la limpieza y por el cambio del vidrio. Luego se fueron el internet y el teléfono, llamé a la compañía y tardaron cinco días en ir a mi casa para arreglarlo, el arreglo duró dos días, y luego volví a quedarme incomunicado. La  compostura del auto era lo más duro de pagar, pero en vista de la creciente lista de dificultades que la vida ponía ante mí, era también lo más impostergable. Visité al  mecánico, acordamos un precio y me fui del taller tratando de convencerme a mí mismo de que ese era el inicio de la solución de todos mis problemas. Al día siguiente salí de mi casa y me dirigí al banco para retirar el dinero que necesitaba, entré al cajero metí la tarjeta y solicité el dinero. El aparato se comió el plástico sin darme el efectivo. Me quedé ahí, mirando la pantalla que me informaba del fallo y me sugería comunicarme inmediatamente a un número del banco.
- Podías hacer un retiro en caja.
- Lo intenté, pero cuando me mudé a la ciudad no actualicé mis datos de cuenta, y mi identificación no era vigente. Tenía que ir a la sucursal de origen, firmar papeles. No iba a poder resolverlo así.
- Mierda.
- Sí. Fui al taller y el mecánico me dijo que no se sentía cómodo dándome el coche si no le pagaba. Me pareció de lo más razonable, creo que yo tampoco me hubiera sentido cómodo en su lugar.  Además, dentro de mí  quería creer que este era un problema que podía resolver. No le dije nada a nadie, ¿decir qué? En la vida a veces las cosas se descomponen. Punto. ¿No?
- ¿No?
- Yo sabía que no.

No supe qué cara poner ante semejante historia. Intenté poner una de mucho interés, pero ni con todo mi esfuerzo me lo creí. Me reí, Federico también se rió. Esa no era la risa de un maniático. Me pregunté quién habría sido el maniático más pequeño de la historia.

- ¡No estoy loco,  Isabel!
- ¡Ya lo sé!
- Dime que crees que no  estoy loco. O dime que sí. Dime la verdad.
- No creo que estés loco.

Lo pensé, él me miraba con los ojos llenos de interrogación. Iba a decirle: Realmente no creo que estés loco, pero decidí no hacerlo.

- Cuéntame más, anda.
- No estoy loco, y si yo estuviera loco eso no haría del mundo un lugar cuerdo.
- Cuéntame ya.
- Pues eso. Sin darme cuenta había llegado a una situación en la que no tenía automóvil, y nada de lo que poseía funcionaba bien, y la vida se me caía a pedazos, y ahora, además, no tenía dinero. Tenía amigos, claro, pero mis amigos eran tan pobres como yo, o más pobres incluso. Dios  los bendiga. Uno de ellos, Amaury, un baterista, me prestó un poco de dinero para comer y beber durante una semana, y luego, esa misma noche, publicó en Facebook que el parche de uno de sus tambores se había reventado. Subió una foto, la forma de la rotura era como una calavera.
- ¡Eso no es cierto!
- No, lo de la calavera es un adorno. Pero la sensación fue parecida, y al mismo tiempo todo era absuro, ¿me entiendes? Es muy complicado estar seguro de algo que casi no tiene sentido.
- Me lo puedo imaginar.
- Y te podrás imaginar que también hay una cuota anímica. Todo el asunto comenzó a calarme, como una lluvia constante que puedes tolerar en un principio, pero que poco a poco te merma, y si se lo permites te puede arrastrar a estados paroxísticos de ansiedad. Comencé a sentirme agotado, en parte lo estaba, todo era demasiado, estaba deprimido, cuerpo y alma, mi barco se hundía. Es una sensación fuerte.
- ¿Y luego?
- Cuando ya mi único medio de comunicación era el celular, e incluso este comenzó a fallar, decidí que era necesario hablarle de esto a alguien con el poder y la voluntad de ayudarme si la situación empeoraba. Llamé a mi mamá, le conté parte de la historia, la parte cuerda, le dije que todo me estaba saliendo mal, ella me dijo que la vida es así, que debía tener paciencia, todo iba a mejorar. Quise creerle pero no pude. Todo esto fue un lunes, el mismo  lunes que dejé de ir a trabajar. Mamá depositó algo de dinero  en la cuenta de un tío que vive en la ciudad y el tío se ofreció a llevarme el dinero a casa esa noche. Tocó el timbre alrededor de las nueve, bajé y lo invité a pasar pero él declinó, iba con algo de prisa. Me dio el dinero, le agradecí, nos abrazamos y nos despedimos. Volví al departamento, conté el dinero y volví a la cama. Diez minutos más tarde el timbre sonó nuevamente, era mi tío, cuyo auto no encendía. Pasé esa noche considerando muy seriamente todo lo que estaba ocurriéndome. La noción de que si  lo decidía podía dejar el trabajo, y terminar el mes, pagar la renta, y tener un cascarón donde sentarme a esperar la llegada de la inevitabilidad, me producía un efecto de tal paz que decidí tampoco ir a la oficina al día siguiente. Pasé toda esa semana decidiendo no ir a la oficina una noche a la vez, hasta que llegado el sábado di el asunto por concluido.
- Pepe te llamó, yo también te llamé.
- Lo sé. A veces no podía contestar, el celular…
- Ya…
- La verdad es que no contestaba porque no quería hablar con nadie, porque de ¿qué diablos va a hablar alguien que no sabe mantener su barco a flote?
- Eso es duro.
- Todo el asunto comenzó a sepultarme. El domingo salí a dar un largo paseo, me sentí  muy libre caminando así, casi sin dinero, muy libre y muy triste, y muy lejos todo, demasiado cerca de mí mismo. Lunes, martes y miércoles me quedé en casa, mirando el techo de mi habitación durante varias horas, leyendo, escuchando el departamento caerse a pedazos, clavo por clavo. El jueves volví a salir, fui al mercado y compré algunos víveres, cuando volví a casa ya no había luz. Bajé, revisé el medidor sin saber qué buscaba exactamente, y luego dejé el asunto en paz. Los días se sucedían con una continuidad que me tenía perplejo. Yo me sentía, por el contrario, cada vez más paralizado. Una mañana desperté con un dolor de lo más incómodo en la pierna izquierda, uno de esos dolores que hacen complicadas las cosas más sencillas ¿sabes? Decidí dejar pasar unos días, suponiendo que tarde o temprano se iría. Incluso en los peores momentos la mente tiende a asumir que algo va a salvarnos. Pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario. No sé si el dolor cambió, pero yo cada día estaba más consciente de él. Luego, una tarde, comenzó a reptar de una pierna a la otra, te lo digo, podía sentirlo arrastrarse. Se movió despacio por mis ingles e invadió mi pierna derecha de arriba a abajo. Todo el asunto debe haber tomado tres o cuatro minutos. Lo que me estaba pasando estaba llegando al final, y yo no tenía cómo enfrentarlo, y ¿qué me estaba pasando, después de todo?
- ¿Una crisis nerviosa?
- Sí, eso.
- Chale.
- Ya no volví a salir de mi casa.  El celular murió y supe más del mundo exterior durante algunos días. Ahí estaba yo, con mi dolor en las piernas y mi  inhabilidad para hacerme cargo de mí mismo, picándome los ojos en medio de una penumbra apocalíptica, sin gas, sin luz y sin  dinero, sin ninguna posibilidad visible de escape, completamente a la merced de la providencia.
- ¿Y tu mamá?
- Dios la bendiga. Una tarde se abrió paso a  través de la puerta y del caos que imperaba en todo mi departamento. Ella es más pequeña que yo ¿sabes?, menudita como como una hormiga, escarbó su camino hacia mí. Cuando la vi por primera vez entendí de qué hablaa la gente cuando habla de salvación, de la intuición de que han sido tocados por un ángel.
- La sensación de supervivencia…
- ¡Y de divina intervención! Durante algunos días toda la vida se ve de un color distinto, son días de reflexión, de gratitud. Mamá me llevó a casa, donde ella y mi padre se hicieron cargo de mí durante algunas semanas. El dolor de las piernas se fue poco a poco, el doctor dijo que no había ninguna razón física para él, un truco mental de mí hacia mí, paranoia, como la idea de que el universo se me venía encima. Pasaron seis meses antes de que volviera a acercarme a una computadora, unos cuantos más antes de que decidiera volver a conducir. Creo que sí, creo que lo peor ha pasado.
- Y tal vez ahora tu vida sea a prueba de descomposturas, al menos por un tiempo.

Pobre Federico, quería aparentar un control de sí mismo que no tenía, de verdad quería creer que todo había sido un episodio de locura temporal, pero yo podía darme cuenta de que una parte de él estaba convencida de que la historia había ocurrido como él la recordaba, y quién sabe, quizás había sido así.

- No es fácil volver al mundo luego de un viaje así-, dijo.- La realidad, este… mundo que vemos… no es lo que parece…  y si lo es no es porque algo lo obligue, nada lo contiene, puede cambiar en cualquier momento, sin razón alguna. Puede cambiar dentro de ti o fuera de ti, pero una vez que lo hace nada vuelve a ser igual, nada vuelve a tener sentido, como si todo estuviera al borde del abismo en todo momento.
- Como ponerle atención a la respiración…
- O como tratar de volver a soñar el mismo sueño del que acabas de despertar.

Nos despedimos cuando el sonido local anunció que para él había llegado el momento de abordar, nos abrazamos, nos sonreímos por última vez. No quise preguntarle a dónde iba, ni nada más. Él tampoco dijo nada, dio media vuelta y caminó hacia el pasillo. Vi su pequeña figura doblar por una esquina, seguido por los otros pasajeros, y me quedé parada ahí mismo, pensando en algo más que decir, no a él, sino a  mí, acerca de lo que sentía, o pensaba, o intuía, no sabía definirlo, ni ubicarlo dentro de mí, pensé en la locura, pensé en la  clase de cosas que tendrían que pasarme para volverme loca pero pronto me di cuenta de que pertenecen a la clase de cosas difíciles de imaginar. Notaba mi respiración y no podía parar de notarla. Me  cercioré de que mi celular y mi tableta funcionaran bien, miré el televisor, miré al gran tablero de arribos y salidas. Todo parecía estar bien. Volví a sentarme, cerré los ojos. Tenía que aprender a ser más prudente, no saludar a cualquier rostro familiar sólo porque sí. La gente que desaparece debería quedarse fuera del mundo. Mi respiración seguía ahí, y seguiría ahí durante varios minutos más. Federico, ¿qué me hiciste?, me pregunté.