I
Estaba pensando en lo clichés que resultan algunas de las
razones por las que a veces queremos acostarnos con alguien más. Durante la
tarde estuve platicando con un amigo y la charla en algún punto llegó a ello,
casi siempre lo hace, siempre alrededor de los mismos lugares comunes, y esta
vez el lugar común era un espectacular de Ninel Conde.
El amigo del que hablo es incluso más propenso a los
estereotipos que yo. Las chicas le gustan más o menos como salen en la tele,
versiones mundanizadas (porque el tipo tampoco es un galán) de los modelos mediáticos
de la mujer atractiva. Aunque no se lo diría en su cara, me parece que hay mucho
de reprochable en ello, lo más grave siendo la completa falta de imaginación
para desarrollar un erotismo más personal.
Esta extraña sociedad de producción en masa ha conseguido
estandarizar algo tan íntimo como el proceso de excitación sexual en modos que
ya ni siquiera es novedoso criticar. Somos una especie de manada de Pavlov que
responde a estímulos calculados y predecibles, disfrazados de una normalidad
biológica que no se sustenta en otra cosa que en la repetición hasta el
cansancio de que el cliché sexual es la evolución lógica del instinto animal.
Por supuesto, si bien repetir una cosa mil veces puede hacer
que todo el mundo crea que es verdad, no la hace verdad en última instancia. Pero
sí obliga a vivir perpetuamente como si fuera verdad, porque aunque no lo creamos del
todo, casi lo creemos, y el resto del mundo casi lo cree, y a falta de
una mejor alternativa, el cliché se vuelve una realidad discursiva. Y todos nos
sentimos inadecuados, y todos aprendemos a desear objetos de laboratorio y
plástico en lugar de relaciones humanas.
Convertimos el erotismo en un perpetuo acto de
autoconvencimiento de que somos reales y nuestros deseos son reales. Nuestra
sociedad se repite a si misma, a gritos y todo el tiempo, que queremos cinturas
pequeñas, senos grandes, bíceps prominentes, pectorales abultados, juventud,
fuegos artificiales y una montaña rusa. Lo repetimos en las pláticas con los
amigos, en las películas, en la música, en los espectaculares, en las revistas,
siempre.
Mentimos. Mentimos a los demás y a nosotros mismos. No
importa cuantas veces nos acoplemos discursivamente a las formas establecidas
del deseo, al final nos gusta lo que nos gusta, y nos gusta tanto que al final
puede más ello, el deseo espontáneo, que todo el peso de la repetición social.
II
A lo largo de las últimas generaciones hemos presenciado una
serie de rupturas y reformas que han desafiado lo que previamente se
consideraba legal, socialmente funcional y moralmente aceptable.
Comportamientos tipificados como desviaciones de unos cuantos degenerados se
convirtieron poco a poco en nuevos modelos de individualidad sexual cuyo último
objetivo era ser considerado como parte de Lo Normal, pero cuya existencia
podía divisarse en la historia atravesando muchos periodos y muchas
ideas de normalidad.
Nuestra sociedad con todo y sus avances no está más cerca de
ser una que sepa prescindir de Lo Normal y asuma la multiplicidad de
identidades como última convención. Acaso ahora “permitimos” que los homosexuales
se casen, que las mujeres trabajen y que los adolescentes experimenten. Lo
permitimos porque hemos reconsiderado nuestra posición y ahora ya no nos parece
que haya que apedrearlos públicamente. Quizás incluso les vendamos un par de
cosas.
Así que ante todo, hay una normalidad discursiva que esconde
una multiplicidad de identidades sexuales invisibles, no formuladas y espontáneas. Un maquillaje general de la sexualidad espontánea con calculados y estrechos hábitos culturales alrededor deseo.
III
Estaba pensando en esas cosas y en otras parecidas cuando me
dio hambre y decidí bajar a la tienda de la esquina por un bocadillo. En el
camino me puse a mirar a las mujeres que iban apareciendo, tratando de
comprender exactamente qué era lo que me hacía pensar en ellas de un modo
sexual o no. Mi primera impresión fue que me parecían más sexuales las que más
se apegaban a lo estereotípico, y menos las que no se apegaban tanto. Pero casi
de inmediato me di cuenta de que la sensación que me producían las “chicas
lindas” en realidad era más parecida a la codicia que al deseo, o a un deseo
del ego, un deseo cultural y no ese antojo genuino que despierta sólo, a veces
pese a nosotros mismos, cuando el ego se adormece, la mente se quita del camino y desea el cuerpo con toda la honestidad con la que suele hacerlo.
Pensamientos grandes, ciertamente, para tan pocos pasos.
Hice mi compra, me aproximé al mostrador y saludé a la chica
que estaba atendiendo, y que en términos generales me ha parecido siempre linda.
Mientras esperaba el cambio me hice la sencilla pregunta de
sí me acostaría con ella o no, y por qué. Al menos parecía sencilla, porque
inmediatamente me vino a la cabeza una serie de consideraciones de todos tipos:
¿me parecía de verdad linda o era sólo que tenía algunos atributos a los que
estoy acostumbrado a responder con disposición sexual, digamos el busto grande
y una fuerte tendencia a sonreír?, ¿sería fácil tener una conversación fluida alrededor
de un hipotético encuentro sexual con ella, o sería uno del tipo vacío y lleno
de silencios incómodos?, ¿sería la clase
de chica que busca pasarla bien con pocas ataduras o la clase que prefiere echarlo
todo a perder con muchas?, ¿sería apasionada?, ¿pensaría que soy un pervertido?,
¿lo sería ella?
Mi mente era como un trineo en una pendiente, una metralleta
de preguntas, cada una con un grado mayor de complejidad que la anterior, hasta
un punto en el que toda la situación, que por lo demás no había durando más que
un par de minutos, resultó abrumadora y ridícula. “Qué montón de inútiles criterios”, me dije,
“qué monstruosamente mental soy”. Y qué mental me resultó por un instante toda
la historia de mi sexualidad, y qué igual a mi amigo (el de los clichés) me
sentí.
Con el gesto de un hombre abatido recibí el cambio cuando la
señorita terminó de contarlo. Busqué en su mirada una respuesta, una
declaración de amor, un gesto de lascivia, pero lo único que encontré fue esa
misma sonrisa de niña coqueta de momentos atrás. Entonces, mientras me entregaba
lentamente los billetes y las monedas, las puntas de sus dedos tocaron muy
suavemente la palma de mi mano, dos veces para ser precisos, y la suavidad de
esos apéndices regordetes me produjo una excitación de lo más deliciosa y
animal, una excitación infantil. Por un momento pude imaginar esa misma
suavidad recorriéndome el cuerpo, las puntas delicadas de aquellos dos rollitos
de carne, su índice y su dedo medio, poniéndome en un trance de sumisión y
deseo por toda la eternidad.
Así de sencillo es todo en el fondo, así de sin reglas ni
cuadraturas, sin mapas, ni rutas, ni clichés. Así de claro lo tuve todo en el
camino de vuelta a casa, y me sentí contento porque me había quedado claro que
algo dentro de mí todavía se prende por las razones adecuadas, algo en mí aún
era puro y espontáneo, había esperanza. Me dieron ganas de predicar: El deseo es una cosa que surge cuando quiere y porque quiere, a veces fluye con la costumbre y a veces no. Qué grato es ser capaces de desear a cualquiera, en cualquier momento, sólo porque sí. El deseo no tiene nada que ver con Ninel Conde.