viernes, 16 de agosto de 2013

El Premio

- Entonces… me gané un premio.
- ¿En serio? ¿Con un cuento o algo?
- Nope.
- ¿Un ensayo?, ¿un poema?
- Nope.
- …
- Con un diseño. Bueno, una página web.
- ¡Oh!, pues eso también está bien, ¿no?
- Sí, supongo.
- ¿Qué página? ¿Aquella con los jipis y la comuna? ¡Esa página era muy creativa!
- No…, ¿recuerdas que te conté de ese instituto de salud?
- ¿Cuál instituto de salud?
- Uno en Tlaxcala, del gobierno del estado, me conectó una amiga de Daniel, ella canta pop, también le estoy haciendo una página.
- Ya… ¡Wow!
- ¿Wow?
- Debe ser algo importante ¿no?
- No mucho… no.
- No te creo ¿No es... como una competencia entre los mejores?
- No… generalmente es algo arreglado. Los premios no los da una asociación de diseño, los da el mismo gobierno, hay premios para todo, los premios ayudan con la opinión pública.
- ¿La opinión pública?
- Exacto. No tiene sentido. Te dan un premio porque es necesario darle un premio a alguien, para poder decir 30 horas de trabajo valen 200 mil pesos. Al final es una mentira que a nadie le interesa siquiera escuchar.
- ¿Te pagaron 200?
- Me pagaron quince.
- Auch. Lo siento.
- Me siento parte de un circo.
- Bueno, todo es un circo, haz como que no, como el resto del mundo.
- Pasa el vino.
- Lo digo en serio. El mundo está hecho de esta clase de cosas, sólo la gente llena de soberbia cree merecer los premios que recibe, la gente normal sabe que de un modo u otro los premios son síntoma de un mundo enfermo. Pero los reciben, porque si no ¿qué? Más soberbio es rechazarlos, ¿sabes?, más soberbio es decir que no necesitas una palmadita en el hombro de vez en cuando. No tengo dudas de que hiciste un buen trabajo, disfrútalo.
- Tal vez… El dinero extra no está mal.
- Exacto. Y sin importar qué, un premio es un premio, alguien va a verlo y va a opinar algo bueno de ti por él.
- Sí…, oye, ¿has visto ese meme que dice?: “¿Qué pensaría el niño que fuiste del adulto en que te has convertido?"
- … Creo que a veces pierdes la perspectiva de lo que en realidad importa. Cañón.
- Oye, al menos habrá más trabajo ¿verdad?, más dinero, más…
- Para… para, no lo estás haciendo mejor.
- Vale. Habla tú. El vino, por favor.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Prenderse por las razones adecuadas

I

Estaba pensando en lo clichés que resultan algunas de las razones por las que a veces queremos acostarnos con alguien más. Durante la tarde estuve platicando con un amigo y la charla en algún punto llegó a ello, casi siempre lo hace, siempre alrededor de los mismos lugares comunes, y esta vez el lugar común era un espectacular de Ninel Conde.

El amigo del que hablo es incluso más propenso a los estereotipos que yo. Las chicas le gustan más o menos como salen en la tele, versiones mundanizadas (porque el tipo tampoco es un galán) de los modelos mediáticos de la mujer atractiva. Aunque no se lo diría en su cara, me parece que hay mucho de reprochable en ello, lo más grave siendo la completa falta de imaginación para desarrollar un erotismo más personal.

Esta extraña sociedad de producción en masa ha conseguido estandarizar algo tan íntimo como el proceso de excitación sexual en modos que ya ni siquiera es novedoso criticar. Somos una especie de manada de Pavlov que responde a estímulos calculados y predecibles, disfrazados de una normalidad biológica que no se sustenta en otra cosa que en la repetición hasta el cansancio de que el cliché sexual es la evolución lógica del instinto animal.

Por supuesto, si bien repetir una cosa mil veces puede hacer que todo el mundo crea que es verdad, no la hace verdad en última instancia. Pero sí obliga a vivir perpetuamente como si fuera verdad, porque aunque no lo creamos del todo, casi lo creemos, y el resto del mundo casi lo cree, y a falta de una mejor alternativa, el cliché se vuelve una realidad discursiva. Y todos nos sentimos inadecuados, y todos aprendemos a desear objetos de laboratorio y plástico en lugar de relaciones humanas.

Convertimos el erotismo en un perpetuo acto de autoconvencimiento de que somos reales y nuestros deseos son reales. Nuestra sociedad se repite a si misma, a gritos y todo el tiempo, que queremos cinturas pequeñas, senos grandes, bíceps prominentes, pectorales abultados, juventud, fuegos artificiales y una montaña rusa. Lo repetimos en las pláticas con los amigos, en las películas, en la música, en los espectaculares, en las revistas, siempre.

Mentimos. Mentimos a los demás y a nosotros mismos. No importa cuantas veces nos acoplemos discursivamente a las formas establecidas del deseo, al final nos gusta lo que nos gusta, y nos gusta tanto que al final puede más ello, el deseo espontáneo, que todo el peso de la repetición social.


II

A lo largo de las últimas generaciones hemos presenciado una serie de rupturas y reformas que han desafiado lo que previamente se consideraba legal, socialmente funcional y moralmente aceptable. Comportamientos tipificados como desviaciones de unos cuantos degenerados se convirtieron poco a poco en nuevos modelos de individualidad sexual cuyo último objetivo era ser considerado como parte de Lo Normal, pero cuya existencia podía divisarse en la historia atravesando muchos periodos y muchas ideas de normalidad.

Nuestra sociedad con todo y sus avances no está más cerca de ser una que sepa prescindir de Lo Normal y asuma la multiplicidad de identidades como última convención. Acaso ahora “permitimos” que los homosexuales se casen, que las mujeres trabajen y que los adolescentes experimenten. Lo permitimos porque hemos reconsiderado nuestra posición y ahora ya no nos parece que haya que apedrearlos públicamente. Quizás incluso les vendamos un par de cosas.

Así que ante todo, hay una normalidad discursiva que esconde una multiplicidad de identidades sexuales invisibles, no formuladas y espontáneas. Un maquillaje general de la sexualidad espontánea con calculados y estrechos hábitos culturales alrededor deseo.


III

Estaba pensando en esas cosas y en otras parecidas cuando me dio hambre y decidí bajar a la tienda de la esquina por un bocadillo. En el camino me puse a mirar a las mujeres que iban apareciendo, tratando de comprender exactamente qué era lo que me hacía pensar en ellas de un modo sexual o no. Mi primera impresión fue que me parecían más sexuales las que más se apegaban a lo estereotípico, y menos las que no se apegaban tanto. Pero casi de inmediato me di cuenta de que la sensación que me producían las “chicas lindas” en realidad era más parecida a la codicia que al deseo, o a un deseo del ego, un deseo cultural y no ese antojo genuino que despierta sólo, a veces pese a nosotros mismos, cuando el ego se adormece, la mente se quita del camino y desea el cuerpo con toda la honestidad con la que suele hacerlo. Pensamientos grandes, ciertamente, para tan pocos pasos.

Hice mi compra, me aproximé al mostrador y saludé a la chica que estaba atendiendo, y que en términos generales me ha parecido siempre linda.

Mientras esperaba el cambio me hice la sencilla pregunta de sí me acostaría con ella o no, y por qué. Al menos parecía sencilla, porque inmediatamente me vino a la cabeza una serie de consideraciones de todos tipos: ¿me parecía de verdad linda o era sólo que tenía algunos atributos a los que estoy acostumbrado a responder con disposición sexual, digamos el busto grande y una fuerte tendencia a sonreír?, ¿sería fácil tener una conversación fluida alrededor de un hipotético encuentro sexual con ella, o sería uno del tipo vacío y lleno de silencios incómodos?,  ¿sería la clase de chica que busca pasarla bien con pocas ataduras o la clase que prefiere echarlo todo a perder con muchas?, ¿sería apasionada?, ¿pensaría que soy un pervertido?, ¿lo sería ella?

Mi mente era como un trineo en una pendiente, una metralleta de preguntas, cada una con un grado mayor de complejidad que la anterior, hasta un punto en el que toda la situación, que por lo demás no había durando más que un par de minutos, resultó abrumadora y ridícula.  “Qué montón de inútiles criterios”, me dije, “qué monstruosamente mental soy”. Y qué mental me resultó por un instante toda la historia de mi sexualidad, y qué igual a mi amigo (el de los clichés) me sentí.

Con el gesto de un hombre abatido recibí el cambio cuando la señorita terminó de contarlo. Busqué en su mirada una respuesta, una declaración de amor, un gesto de lascivia, pero lo único que encontré fue esa misma sonrisa de niña coqueta de momentos atrás. Entonces, mientras me entregaba lentamente los billetes y las monedas, las puntas de sus dedos tocaron muy suavemente la palma de mi mano, dos veces para ser precisos, y la suavidad de esos apéndices regordetes me produjo una excitación de lo más deliciosa y animal, una excitación infantil. Por un momento pude imaginar esa misma suavidad recorriéndome el cuerpo, las puntas delicadas de aquellos dos rollitos de carne, su índice y su dedo medio, poniéndome en un trance de sumisión y deseo por toda la eternidad.


Así de sencillo es todo en el fondo, así de sin reglas ni cuadraturas, sin mapas, ni rutas, ni clichés. Así de claro lo tuve todo en el camino de vuelta a casa, y me sentí contento porque me había quedado claro que algo dentro de mí todavía se prende por las razones adecuadas, algo en mí aún era puro y espontáneo, había esperanza. Me dieron ganas de predicar: El deseo es una cosa que surge cuando quiere y porque quiere, a veces fluye con la costumbre y a veces no. Qué grato es ser capaces de desear a cualquiera, en cualquier momento, sólo porque sí. El deseo no tiene nada que ver con Ninel Conde.