En cierto libro que leía me apareció una cifra que les
comparto. Según un estudio de la Federación de Planificación Familiar de
España, en el mundo una de cada cinco mujeres ha sido o será violada en el
transcurso de su vida, y una de cada tres habrá sido golpeada o forzada a
mantener relaciones sexuales contra su voluntad. La cifra dimensiona un
problema muy grave en la civilización que hemos construido que se relaciona
con la interacción entre las dos “mitades” poblacionales que nos constituyen:
los hombres y las mujeres. El libro, que a la sazón lleva por nombre La
Masculinidad Tóxica, revela toda una serie de cifras que finalmente sirven para
demostrar un punto: en nuestra construcción simbólica del mundo, la mujer, y la
vida de la mujer, tienen un papel secundario y un valor variable, dependientes
ambos de un oscilante criterio masculino.
En términos generales el problema del género es hacerlo
visible como construcción social, porque toda la educación del sistema nos
indica desde el inicio de nuestras vidas que el género es una cosa dada
naturalmente. Hay una confusión cultural muy extendida en este sentido que nos
conduce a basar en las características físicas de cada sexo las
determinaciones sociales, de ahí que los críos que nacen con estos genitales
deban ser educados como varones, mientras que las que nacen con aquellos sean
educadas como nenas. Es curioso que no se nos eduque como machos y hembras,
también es esclarecedor: La educación se verifica en tanto que el desarrollo
“natural” es canalizado en un sentido específico, no aspiramos a que nuestros
hijos sean unos animalitos con diferencias exclusivamente corporales,
nos interesa que se acoplen al esquema social en el que han llegado al mundo,
en el que uno es alguien, lo que operativamente quiere decir que uno opina una
lista de cosas de sí mismo.
¿Qué se es en esta vida? En primer lugar, se es ser humano,
y en segundo se es persona, es decir, se es una construcción social, y el
primer rasgo con el que esa construcción social se edifica es el género, o
somos mujeres o somos hombres. Sabemos por la historia que a partir de la diferencia sexual se establece
una diferencia social, podemos considerar esto un absoluto. Sin embargo esta
diferencia social adopta una amplia gama de hábitos de acción, lo que indica que
la forma final de la estructura social-sexual en una cultura dada (el género,
en una palabra) es de carácter circunstancial y de ninguna manera absoluto, aun
si prevalecen por su gran mayoría los modelos de opresión, similares al
nuestro.
Cuando hablamos de Ser mujer y Ser hombre en realidad hablamos de dos cárceles
conductuales, dos definiciones externas que terminan por repercutir en las
construcciones internas, por lo tanto en nuestra comprensión del mundo, y
finalmente en nuestra interacción con él. Volviendo a las cifras y al libro, una
construcción del mundo en la que la mujer es vista como un ciudadano de segunda
impone una ruta de interacción específica entre las dos partes del juego del
género: la de la violencia. Pensando en ambas cosas, en las cifras y en el
juego de género, una pregunta emerge: Si una de cada cinco mujeres habrá de ser
violada, y una de cada tres, violentada para aceptar una relación sexual… ¿A
cuántos hombres equivale eso?, o para ser más claros, ¿cuál es la proporción de
hombres en nuestra sociedad que ha ejercido violencia sexual en contra de
mujeres?, ¿cuál es la proporción de hombres que hemos ejercido violencia en
general? No es aventurado suponer que será alta, y que si bien no todos los
hombres habrán cometido violaciones, muchos, muchísimos, habremos perpetrado
actos de violencia de algún tipo en contra de muchas de las mujeres con las que
hemos interactuado.
La violencia y el desprecio contra lo definido como femenino
es un rasgo muy presente en nuestra civilización, así en lo público como en lo
privado, se encuentra en la represión sistémica que los hombres hacen de sus
rasgos “no varoniles”, en esa lucha cotidiana por construir una imposible
masculinidad cabal, y en formas macabras y exacerbadas, como las reflejadas en
cifras presentadas por la UNIFEM, en las que al menos 36 mil mujeres han muerto
en México en los últimos 25 años producto de la violencia de género. Pese a
todo el alboroto mediático que se ha armado para popularizar una “progresiva”
vindicación, apócrifa a final de cuentas, ser mujer es contraproducente en esta
sociedad, es vergonzoso y es mortal.
Macabro también es que definamos una dualidad simbólica en
función de facilitar que una de las dos partes hostilice a la otra, pero así
es. La sociedad establece dos definiciones esenciales de humanidad. Una de esas
definiciones implica un valor superior a priori; sólo por discurso, a partir
del momento de la diferenciación sexual el hombre es superior. La relación de
poder entre hombre y mujer adolece del equilibrio natural de la conducta
salvaje de otros animales, y en cambio despliega una construcción humana arraigada en un
paradigma segmentado, incompleto y opresivo. Esta relación, en la que el hombre
ejerce una hegemonía multisectorial sobre la mujer (económica, educativa,
social, sexual, etc.), debe aún ser revisada y reestructurada, esto es una
deuda histórica de la humanidad hacia sí misma, y la única posibilidad para un
futuro en el que no expliquemos todo el
cosmos social a partir de un acto de injusticia elemental.
No hay comentarios:
Publicar un comentario