jueves, 31 de octubre de 2013

Un perro

Conducía hacia Veracruz. Iba pensando en sexo, estaba caliente y entre la carretera y mi mente flotaba un velo con la imagen de Regina desnuda, de ella encima de mí teniendo un orgasmo, como si yo fuera el eje de su cuerpo por un instante y nada más importara, nada más me importaba, quería coger. A los lados de la autopista se alzaban los sembradíos de caña y de maíz, me imaginé haciendo el amor con Regina por ahí, de pie o echados sobre la tierra, bañados por los aspersores de agua con insecticida.

El día había empezado bien, yo me sentía bien, no demasiado cansado, era un día soleado y yo tenía un buen plan. Paré para cargar gasolina, compré una Corona y una cajetilla de Marlboro, y conduje directamente hacia la autopista. Tenía la música encendida, me dirigía al puerto para verla a ella, a Regina, hacía un par de meses que nos reuníamos casi cada fin de semana en Xalapa, o en el Puerto, o en Cholula, o en el Distrito Federal. Avancé sin mayores incidencias durante unos veinte kilómetros, terminé con la cerveza.

Al salir de una curva vi un perro a unos quinientos metros sobre la autopista, como sentado en medio del carril de baja velocidad; distinguí una herida en su cadera, la carne abierta con un hueso afuera, estaba aturdido, un auto logró evadirlo, lo vi chillar pero no pude escucharlo, se arrastró lentamente algunos metros con las patas delanteras, aullando sin parar. Un segundo auto le pasó a menos de un metro antes de que lograra alcanzar la orilla, allí volvió a sentarse. Cuando pasé junto a él mi corazón palpitaba con fuerza, el perro me miró por un instante, me sentí invadido por una sensación de miedo y de dolor, quise detenerme, tenía que detenerme, llamar a Regina y decirle que no iba a llegar, debía orillarme, volver y salvar al perro. Avancé un kilómetro buscando un retorno pero no di vuelta cuando lo encontré, ni cuando encontré el siguiente, y entonces supe que no iba a tomar ninguno, y que iba a dejar al perro a su suerte, lo acepté y continué en el camino.

Durante los ochenta kilómetros restantes pensé en lo que había sucedido. No paraba de repasar las posibilidades de su trágico destino, minuto a minuto, en medio de la nada, con un hueso de fuera y ni un alma buena a su lado. Me dije que alguien en algún momento se detendría, bajaría para salvarlo, que un policía caritativo le daría un tiro entre los ojos o una familia cristiana se orillaría y obraría como Jesús. Pero era difícil no asumir que el resto de la gente que pasara por ahí en las siguientes horas haría lo mismo que yo. Pude haber salvado a ese perro y había elegido no hacerlo. Había elegido, y continuaba eligiendo, y continuaría.

Cuando llegué a Veracruz había terminado con la mitad de la cajetilla. Apagué el aire acondicionado y abrí la ventana, pedí instrucciones a un taxista para llegar a donde quería ir y no tardé mucho en encontrar la plaza en la que había quedado de verme con Regina. Miré el reloj, ella no tardaría en marcar. No iba a mencionarle nada, era su cumpleaños y no quería echarlo a perder, no me parecía suficientemente lógico, todo era más bien deprimente y ridículo, esa era la verdad. Arriba el ánimo, me dije, A la mierda el perro, el universo es un caos, la vida es así. Entré a un restaurante y pedí una cerveza, quince minutos después el teléfono sonó, era ella.

- Ya estoy aquí. ¿Dónde estás tú?
- Ahora salgo- respondí.

Nos vimos y me dio un beso lleno de lujuria. Feliz Cumpleaños, le dije, me tomó de la entrepierna y me sonrió, Quiero mi regalo ahora, contestó y me besó de nuevo. Ya había rentado un hotel, se había bañado antes de salir hacia la plaza y se veía deliciosa en su vestido blanco, muy playero, aunque nosotros nunca íbamos a la playa. Era una chica esmerada, se encargaba siempre de elegir los hoteles y lo hacía bien. En esta ocasión era el Lois, desde el cual se tiene una bonita vista de la ciudad por la noche. Entramos, abrió las cortinas del balcón y comenzó  a sacarse el vestido, comenzando por el tirante izquierdo, con una mirada de lo más sexy, dijo Ven, fui, me encantaba que me deseara tanto, no hay mejor afrodisíaco que ser deseado así. Comenzamos a jugar, nos besamos un buen rato y luego hicimos el amor de pie junto al balcón; por momentos miraba el horizonte, sentía la brisa sobre mi rostro y me daba cuenta de que era muy feliz dentro de Regina, a la orilla del mar. Nos fuimos a la cama y terminamos con algo de violencia, Regina me dejó un buen arañazo en la espalda y yo le dejé un chupetón gigantesco en la bubi derecha. Me dijo que me quería y le respondí que yo también, se abrazó a mí y se dejó llevar por el sopor postcoital. Sin darme cuenta yo volví a pensar en el perro.

Lo tenía demasiado presente, hice una especie de balance mental en el que yo acababa de tener cuarenta y cinco minutos de excelente sexo mientras el perro los había pasado tratando de arrastrarse un par de metros más, de llegar a no sé dónde, de escapar hacia cualquier lugar y hacia ninguno. Regina se levantó y fue al baño a asearse, abrí la maleta y saqué la hierba, hice un porro y lo encendí, volvió y le ofrecí un poco, dio una fumada pequeña y me lo regresó.

- ¿Está todo bien?-, preguntó.
- Todo está más que perfecto, guapa. Sólo estoy exhausto.
- ¿Pero feliz?
- Muy feliz.

Me besó. Los dos teníamos hambre, nos bañamos juntos y Regina se cambió el vestido blanco por uno un poco más como para ir a un restaurante. Fuimos a un lugar italiano sobre la Costera, me pareció que algo en una trattoria frente al mar del golfo sencillamente no funcionaba pero Regina comenzó a hablar de cuando iba a ese sitio con su familia durante su niñez, y yo me ahorré cualquier comentario. Tomamos una mesa cerca del gran ventanal del lugar y ordenamos una deliciosa pizza de cuatro quesos, yo tomé un par de Modelos y Regina una naranjada, y fue una comida muy agradable.

No pensé demasiado en el perro pero tampoco pude evitarlo del todo, algo de casi todas las cosas me lo recordaba, como la idea del queso saliendo de una vaca muy flaca en una granja industrial y dantesca, o la piscina en el lobby del restaurante con enormes peces japoneses sentenciados a permanecer en esa prisión de agua clorada por el resto de sus vidas. Hay todo un mundo de posibilidades a partir de ahí: las focas del Canadá, las ballenas del Japón o los gorilas del Congo, tan parecidos a nosotros, estos últimos, que en su momento fueron confundidos con hombres de la montaña. Por suerte en ese momento Regina comenzó a hablar de nosotros. Gracias a dios.

- No me gusta que tengamos que escondernos-, dijo.
- A mí tampoco-, le contesté.
- Yo entiendo tu situación, ¿sabes? Pero necesito que entiendas la mía, yo no tengo nada que esconder de nadie, tengo ganas de salir a pasear en Xalapa y tomarte de la mano, y no tener miedo de entrar en un café, y quiero besarte en medio del parque si se me da la gana.
- Yo también quiero todas esas cosas, nena, pero…

Pero no era sencillo empezar una relación con la ex de un camarada. Me golpeó: yo era la clase de persona que no se detenía a salvar a un perro porque iba a la playa para cogerse a la ex de su mejor amigo. Ni hablar.

- Te prometo que voy a hablar con él. Pronto.- Concluí.
- No quiero que te sientas presionado.
- No siento ninguna presión.

Como en la punta de una montaña, nena, pensé, ni presión, ni oxígeno, ni una digestión adecuada. Regina sonrió, llamó al mesero y pidió un chardonay, y yo pedí una Modelo. Salimos a la terraza para que yo fumara, el viento corría con fuerza, el humo, el olor de Regina y las tres cervezas se arremolinaron en mi cabeza. Ella terminó con el vino y dijo:

- Creo que estoy caliente otra vez.
- Creo que yo también.- Contesté.

Volvimos al hotel y fuimos directamente a la cama. Hicimos el amor más o menos durante una hora, charlamos un rato y luego nos quedamos dormidos. Cuando desperté había anochecido, Regina seguía fuera de combate, afuera el viento soplaba con una fuerza inusual. Me levanté para cerrar la ventana y me quedé mirando el mar picado algunos minutos, una tormenta llegaría durante la noche, las olas habían comenzado a devorar la playa y pronto romperían directamente sobre la avenida, la espuma brillaba y la luna poco a poco se iba escondiendo bajo un velo de nubes hipnóticas. Al perro la tormenta lo alcanzaría durante la madrugada, pensé; deseé que hubiera muerto o que muriera pronto. Regina despertó.

- ¿Qué pasa?- me preguntó desde la cama, cubriéndose el cuerpo con las sábanas, pálida, un fantasma hermoso bajo la luz de la luna.
- No pasa nada. Vamos a bailar.

Se bañó y se cambió el atuendo por tercera vez en el día, yo me cambié la camisa por una limpia y me lavé la cara. Aún tuve que esperarla durante quince minutos mientras ella terminaba de maquillarse, encendí un cigarro.

Volví a asomarme a la ventana. Desde el tocador Regina me hablaba de una película de vampiros que había visto, una trilogía de vampiros adolescentes mutantes sobre la que yo había escuchado ya muchas malas opiniones. Algo estaba claro, a Regina le gustaban los vampiros. También yo había querido ser vampiro cuando era adolescente, no me extrañaba que la película funcionara, los vampiros son ajenos a la desgracia humana, aunque lo mismo se las arreglan para no carecer de una desgracia propia. Si yo fuera un vampiro, me dije, habría salvado al perro, lo habría convertido en un perro vampiro, convertiría también a Regina y nos largaríamos los tres a chuparle la sangre a gente mala como George Bush.

El mundo era un desastre, todo estaba ocurriendo en ese mismo momento, todas las catástrofes del mundo, el perro muriendo al lado del camino. Me cruzó por la cabeza la idea de que el universo estaba molesto conmigo, me dieron ganas de meterme al mar y ver si conseguía salir con vida, probar la voluntad de la noche marina como una posibilidad expiación, una forma muy rara de culpa, tal vez, interesante e incómoda. De algún modo, sin embargo, eludible.

Cuando Regina volvió del tocador se veía como una diosa en tacones altos. A la mierda el mar, me dije y me fui encima de ella. No me dejó llegar muy lejos, tenía cara de berrinche, una chica a veces quisquillosa, Regina.

- Quiero una tacha.- Dijo, y me dio un beso coqueto entre la mejilla y la boca.
- Me encantas.- contesté.
- ¿Por yonki?
- En parte.

Sonreí. Nos besamos todo el camino hasta la planta baja, buscamos un bar y acabamos en otro lugar enfrente del mar. Playa y alcohol, y poca cosa más hay en el Puerto. Regina pidió un Cosmopolitan y yo un Jack Daniel’s con Coca. Hablé con el mesero y me vendió dos pastillas rojas por cuatrocientos pesos.

- Más vale que estén buenas- le dije.
- ¿Y si no qué, wey?- me contestó con desdén y se largó.

Pero estaban buenas. Nos las comimos y nos besamos como en Amarte Duele porque Regina es fanática del deporte de visitar clichés de películas malas. Explotamos una hora más tarde, bailamos, nos besuqueamos, hicimos todo un numerito en el bar y luego nos fuimos de ahí. Estuvimos paseando un rato en el auto, el viento hacía que el chevy se meciera como un barco en el mar, algo había de surreal en toda la experiencia, nos orillamos en un mirador y estuvimos besándonos no sé cuánto tiempo más, las olas y la lluvia azotaban el auto, el ruido era ensordecedor, como nuestra euforia, como la vida. Volvimos al hotel e hicimos el amor bajo el efecto de las pastillas, afuera la tormenta se cernía sobre todo y sobre todos.

En algún punto nos quedamos dormidos, no lo recuerdo. Cuando desperté ya había amanecido, miré el celular, eran las ocho y media, yo tenía resaca pero sabía que no iba a poder dormir más, tenía las manos entumecidas, estaba terminando de bajar de la tacha, tenía calor y frío, me asomé al balcón y me encontré con una mañana radiante, aún corría el viento pero el cielo estaba limpio, el sol brillaba. Ordené una cerveza al room service y encendí lo que quedaba de un porro de la noche anterior. Fumé en el balcón, la cerveza llegó y me senté a mirar la mañana hasta que Regina despertó.

No se sentía bien, su resaca siempre era peor que la mía, había comenzado a acostumbrarme. Bajamos a desayunar y estuvimos hablando de dónde y cuándo nos veríamos la siguiente vez aunque  en ese momento yo en realidad no tenía muchas ganas de volver a verla, o al menos no de planearlo. Había traicionado a un amigo y había abandonado a un perro, y al final todo terminaba como siempre, en una mañana de resaca después de una noche de fiesta. La vida era una broma. Regina me preguntó si estaba enojado. Le contesté que no, que también me sentía un poco mal. Terminamos de desayunar, entregamos la habitación y nos fuimos de ahí.

Regina se durmió todo el trayecto de vuelta a Xalapa, yo nunca podía dormir así el día después de una tacha, sentí cierta envidia, encendí un cigarro. Viajé en silencio y por primera vez desde el día anterior conseguí no pensar en nada. Regina despertó cuando entrábamos a la ciudad, sintiéndose mejor. La dejé en su casa y nos despedimos con un beso, nos dijimos que nos queríamos. Me fui. Aún tenía que conducir a Córdoba para ver un rato a los viejos antes de volver al DF. Pasé a cargar gasolina y compré un par de snacks en la tienda de la gasolinería. Tomé la ruta larga para salir de la ciudad porque quería ver algo de los viejos rumbos, pasé por el centro, me hice un porro para el viaje, estacionado en un callejón cerca de donde hice la prepa, y me puse en camino. A unos cinco minutos de llegar a la autopista el celular sonó.

- ¿Qué pedo, carnal? Te acabo de ver pasar.- Era Roberto.
- ¿Ah sí?- me reí, no sabía qué contestar.
- No me dijiste que te quedabas un día más.
- Me quedé para ver a una nena, ya sabes cómo soy.
- ¿Qué tranza? ¿Te lanzas?
- Me lanzo, ganso. Voy a Córdoba, a ver a los jefes.
- Venga, mándales mis saludos.
- Con gusto.
- Un abrazo. Llama cuando vuelvas a venir. Buen viaje.
- Un abrazo para ti, hermano. Estamos en contacto.

Me pregunté de dónde me había sacado la palabra Hermano, ¿de qué irremediablemente católico lugar de mi subconsciente? Soy un ser humano echado a perder, me dije. Quizás todos lo sean en el fondo. A mí no me bautizaron, tal vez sea eso.

Tomé la autopista y volví al ruido de mi cabeza, y al montón de imágenes que no sabía cómo controlar. Pronto iba a pasar nuevamente por el lugar donde había visto al perro, la autopista a Córdoba pasa por Veracruz, porque la vida está hecha de círculos, me imagino. Reconocí la curva del día anterior a lo lejos, entré en ella pero al salir no vi nada sobre la carretera ni a la orilla del camino; prendí las intermitentes, aminoré la velocidad, me orillé y me detuve más o menos a la altura a la que recordaba haber visto al perro la primera vez. Fumé un cigarro en el auto y bajé a buscarlo.

No di con él, no encontré manchas de sangre por ningún lugar. Pensé en aventurarme en el campo de maíz que empezaba a pocos metros de la autopista, llegué a la orilla, eché un vistazo pero no vi ni un rastro y desistí. Un tráiler pasó por la autopista, una ráfaga de viento me golpeó con suavidad, y luego por un instante todo estuvo en silencio.

Me había manchado el zapato con lodo, me lo quité, luego me quité el otro y volví al automóvil, encendí el motor y un cigarro, y me puse en marcha. Seguía viendo la imagen del perro mientras se arrastraba fuera del camino. A veces, en la imagen, me detenía, me bajaba del auto, esquivaba un par de vehículos y lo rescataba, lo llevaba al veterinario, lo adoptaba, y aunque el perro no volvía a caminar del todo bien, vivía algunos años feliz junto a mí, y viajaba conmigo pendiente de la carretera desde el asiento del copiloto.

Tal vez en la siguiente vida, me dije. Traté de borrar la imagen, todas las imágenes, encendí la música y encendí el porro. En Córdoba me esperaba un plato de comida caliente, este inhóspito lugar llamado Vida es inexplicablemente bueno con algunos.

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