lunes, 4 de enero de 2010

Primer cuento del año: Coffin, Parra y yo.

Coffin, Parra, y yo.

 

Esta tumba esconde el polvo de Esquilo, 

hijo de Euforio y orgullo de la fértil Gela. 

De su valor Maratón fue testigo, y los Medos de larga cabellera, 

que tuvieron demasiado de él.

 

Una vez conocí a alguien llamado Coffin, una vez me hice editor de video, en alguna otra ocasión me volví amigo de un cineasta loco. Un día el cineasta me envió el link de un blog en un correo. La anécdota es casi un rompecabezas.

De Coffin en realidad no puedo decir tanto. Nos conocimos cuando ambos estudiábamos el bachillerato, asistíamos a escuelas distintas, pero tuve una novia, artista y un poco demente, que lo conoció en un curso con un pintor canadiense más o menos famoso, y que una tarde me lo presentó. No nos hicimos amigos, pero no me parece que nos cayéramos mal, a veces, cuando yo pasaba por Ximena a la Facultad de Artes, él caminaba con nosotros durante algunas cuadras, hablábamos de lo poco que teníamos en común (en realidad era muy poco), y él y Ximena hablaban de la clase, del canadiense, y de cosas poco interesantes como los precios de los frascos de pintura. Era un jipi agradable, un jipi bastante burgués, sus padres eran profesores en la UV, su hermana mayor era una fotógrafa importante, él no pintaba mal.

Cuando terminó el curso básicamente dejamos de vernos, coincidimos en un par de fiestas, nos saludábamos, Ximena y él charlaban durante algunos minutos, y luego cada quién volvía a su subsistema. Más tarde, cuando Ximena y yo nos separamos, lo olvidé. Me cambié de ciudad y estudié cine durante un par de años, luego semestre y medio de periodismo, y finalmente elegí empezar a trabajar. Edité películas malas y muy malas, videohomes, anuncios para la tele, de juguetes y pastillas contra las hemorroides, cortometrajes de IMCINE, a veces editaba bodas, a veces hacía muestrarios para pintores, grababa escenas para actores, conciertos para músicos, un día un ingeniero me pidió que editara un simulacro de emergencias de una planta petroquímica, el ejercicio les había salido muy mal y yo tenía que encargarme de que pareciera que había salido bien, aunque no muy bien, porque eso no se lo hubiera creído nadie. A veces también editaba la pornografía casera de algunos de mis amigos, fue uno de ellos el que le dio mi número al cineasta loco. Su nombre era Alfredo pero me pidió que lo llamara por su apellido: Parra. Era gordo y rojizo, su cabello era naturalmente castaño pero a él le gustaba pintarlo de negro, era homosexual, y mentía como por deporte, fumaba Benson mentolados, y cargaba consigo una mochila, siempre, y en la mochila invariablemente había un par de películas, un par de libros, un par de cajetillas, y un termo con café. No consumía otras drogas, no le gustaba el alcohol.

Parra siempre tenía trabajo para mí, lo cual se debía sobre todo a que siempre estaba trabajando. Dirigía el arte de al menos una novela de Televisa al año, y daba clases en el Cuec. El cine que hacía, sin embargo, no tenía nada que ver con eso, era algo totalmente diferente a cualquier cosa que yo hubiera visto. Parra era un fetichista, le gustaba hacer tomas muy largas de pedazos de lo que estuviera grabando, no le gustaban los cortes en la edición, prefería los movimientos en una sola toma, un montón de zooms, un esquema tan viejo que parecía novedoso, tan simple que era complicado. A Parra le gustaban los videos perdidos, los llamaba Fantasmas. Coleccionaba material poco convencional, tenía celuloides de ocho milímetros con pornografía en blanco y negro, viejos anuncios de productos que ya no existían, tenía fragmentos de películas particulares que había robado, piratería casera, programas grabados, encontró varios episodios de Llamada 911, entrevistas raras, vacaciones en la playa, películas de acción mexicanas (¿por qué grabar de la tele una película de Mario Almada?, ¿para volver a verla?), encontró peleas de gallos en palenques, niños en la bañera, bodas, bautismos y quince años’s, fiestas sacras y paganas, ¿Sabes (decía Parra) que la gente tiene una tendencia natural a grabarse cuando está borracha? El dato no era científico en ningún sentido, pero para mí tenía sentido. Parra poseía una gran cantidad de televisores, todo un muestrario evolutivo, y proyectores de todas las medidas, y cañones digitales, Porque todos los formatos tienen una plástica, decía. En su cine, los personajes soñaban, y los sueños eran fragmentos de su colección privada. Parra a veces acertaba, y a veces sólo no sabía controlarse. En cierta ocasión hizo que un conquistador español soñara con las últimas secuencias de una película gore japonesa de los años setenta, en un cortometraje un vagabundo mexicano soñaba con el noticiario de la noche en que murió Lennon, en un guión sin terminar un niño de alta definición soñaba que era un niño de Hi8, y su alma no sobrevivía a la impresión. Las películas eran algo así como post-surrealistas, los personajes despertaban sin entender nada, con una palabra imposible atrapada en la garganta, la súbita intuición de la locura, los sueños eran una insinuación del caos, de su presencia ambulante, e irreversible. A mí, en particular, me gustaban los fetiches de Parra, eran de lo más entretenido de aquellos días.

Una tarde llegó a mi casa con ocho casets de video digital, dos horas de una misma entrevista repetidas en cuatro tomas, Haz algo bonito, me dijo, y se fue. A veces hacía cosas así, yo editaba como mejor se me ocurría y le entregaba el resultado, casi nunca me pedía modificaciones, y casi nunca me daba su opinión, tampoco me decía para que tenía pensado usarlos, y en ocasiones jamás lo supe. Cargué las ocho horas en la computadora (lo cual me tomó, sí, ocho horas) y comencé a revisar la toma principal, había un hombre joven, de mi edad probablemente, en una silla con el asiento y el respaldo forrados en rojo, detrás de él había un pasillo de arcos adoquinados, que se oscurecía conforme se alejaba, hasta no dejar ver nada. Tenía el pelo corto y un par de rastas en la nuca, debía llevar algunos días sin afeitarse, usaba una sudadera gris y pantalones de mezclilla. Me tomó poco más de diez minutos descubrir que se trataba de Coffin.

La historia era un poco de Esquilo y un poco de Camus. Coffin, físicamente al menos, no era muy diferente de cómo yo lo recordaba, se veía más viejo, eso era lógico, pero no más viejo que yo. Había terminado la preparatoria y había decidido no estudiar, Sentí (decía) que ya había pasado demasiado tiempo en ese camino, y que el sendero me iba a devorar sin que me diera cuenta. A mí todas esas palabras me sonaban lógicas, en el video Coffin miraba el piso por un momento, como si ahí hubiera un cuadro del pasado, una película donde él aparecía boca arriba sobre la cama desarreglada, mirando a las alturas, pensando en senderos, En realidad no lo sé, no sé bien qué pensaba. Sonreía. Se fue a España, a Madrid, rentó una habitación en un barrio de inmigrantes y se dedicó a asistir a tantos cursos de arte como su condición le permitía. Hacia el final del tercer mes no había hecho los trámites necesarios para permanecer más tiempo en el país, Pero yo no quería volver a México, decía. Le daba miedo, lo aterrorizaba la continuidad.

La solución llegó de un sudamericano al que había conocido pocos días antes y que vivía a pocas casas del edificio donde Coffin rentaba. Horacio (así se llamaba) le sugirió: Vete a Marruecos. No le pedían visa y podía pasar ahí los noventa días que necesitaba estar fuera de España antes de poder ingresar otra vez como turista. Horacio le dio el número telefónico de unos amigos suyos, franceses que habían vivido en México y que gustaban de hospedar aventureros empobrecidos. Los franceses vivían en Rabat, eran documentalistas y periodistas independientes siguiendo el caso de los saharauis, fumaban hashis y casi todo el tiempo estaban medio desnudos. Coffin se interrumpía para decir Ella era muy guapa, y sonreía a medias. Se llamaban Nicolas y Julie y hablaban en un español afrancesado pero lleno de modismos mexicanos que a Coffin le gustaba escuchar. Habían vivido cuatro años en Chiapas, se establecieron en San Cristóbal de las Casas, y ejercieron el activismo. Los indios y las montañas los afectaron profundamente, se involucraron con el EZLN y vivieron un tiempo en uno de los campamentos, Tenían miles de fotografías y cientos de horas de video, Todo impublicable, decía Coffin, lo tenían sólo porque sí. Una de las cintas registraba un ataque de las fuerzas federales. Habían llegado de noche, sin que nadie los escuchara, Nicolas tomó la cámara y le dijo a Julie que no se moviera de donde estaba, se asomó a una de las ventanas del jacal y vio a los indios y las indias formados en la explanada del campamento, los soldados los mandaron tirarse sobre el fango, uno de ellos arrojó una granada, ninguno de los indios intentó levantarse, y la noche se iluminó por un instante. Nicolas guardó la cámara, se la dio a Julie y la mandó escabullirse por la parte de atrás, y luego por la selva, hacia cualquier lugar, Julie dijo No, pero Nicolas básicamente la echó a empujones por la ventana trasera. Ella se fue, él salió cuando los soldados comenzaban a formar un segundo grupo de indios, casi todos hombres esta vez. Los confrontó con lo poco que tenía para confrontarlos, les dijo que era un visitante extranjero, y que no podían hacer lo que estaban haciendo. Los soldados lo golpearon hasta darlo por muerto, pero no mataron a nadie más. Julie volvió al campamento cuando amanecía. Nicolas estaba vivo, por muy poco. Le tomó más o menos un año recuperarse del todo, y luego no quiso quedarse más. Estuvieron algunos meses en Francia, visitaron Canadá, y reemprendieron la vida en África del Norte, Nicolas hacía todo lo posible por no pensar en Chiapas, pero Julie quería volver. Coffin: Los dos sonreían y callaban, porque sabían que Nicolas no volvería, y que Julie sí lo haría, a veces las cosas sucedían así entre los seres humanos, ¿Para qué hablar más de eso?

Coffin pasó los tres meses en Marruecos como asistente de Julie. Ella era camarógrafa y también era editora, Nicolas era camarógrafo y cronista, Coffin aprendió mucho del estilo del periodismo independiente, aprendió un poco de francés y un poco de cinefotografía. Se enamoró de Julie. Cuando se acercaba el final de su estancia en Marruecos ella decidió que regresaba a México y Coffin decidió que volvía con ella. No pudo evitar sentirse un poco un traidor frente a Nicolas. Cenaron juntos la última noche que Julie y Coffin que pasaron en Rabat, el francés hizo pasta, el mexicano compró botellas de vino, Julie y Nicolas se fueron a la cama a la media noche, y Coffin se quedó solo. No durmió, escuchó a Nicolas irse al alba, y ya no lo escuchó volver. Partió con Julie por la mañana, tomaron un ferry a España, un par de trenes hasta llegar a Madrid, un avión a Frankfurt, y luego otro a México DF. Allí pasaron un par de días en un hostal, y luego ella rentó un auto y manejó durante diez horas hasta llegar a San Cristóbal de las Casas. Coffin no conocía Chiapas, Y la verdad es que no tenía idea de lo que estaba haciendo, confesaba. La vida se manifestaba a su alrededor, la vida sucedía, le sucedía a él, una apreciación común entre los adolescentes románticos. Tenía diecinueve años, Juventud y Barbarie, repetía un par de veces frente a la cámara, y otra vez buscaba el cuadro en el aire, buscaba al chico y puede ser que lo encontrara, ya no pensaba en senderos, pensaba en seguir andando. Sonreía de nuevo.

Se instalaron en el departamento que en otro tiempo Julie compartió con Nicolás y ella se puso en contacto con algunos de los viejos camaradas. Coffin descubrió que a lo largo del mundo hay que gente que pelea una especie de batalla por la Historia, por el Registro de la Historia, que es lo mismo que una batalla por la inmortalidad, o por la memoria. El grupo al que se integró se dedicaba a documentar todo cuanto era posible documentar de lo que hacían los indios y los activistas, y de lo que hacían la policía y el ejército. Lo publicaban, cuando había dónde, lo editaban para que explicara lo que tuviera que explicar, y lo guardaban para cualquiera que quisiera encontrarlo. ¿Qué grababan?, le preguntaba un Parra invisible en la pantalla, Coffin lo pensaba, miraba a la cámara, torcía la boca en una mueca, Pues las cosas que nadie más grababa, contestaba. Recordaba. En una ocasión había llegado con Julie y un par de argentinos a una comunidad en la selva, la mañana después de un ataque del gobierno; aún había cuerpos tendidos sobre el suelo, dos mujeres lloraban a un muchacho de unos veinte años, un hombre sentado junto a ellas fumaba. Grabaron a los sobrevivientes mientras recogían a los muertos, grabaron los cuerpos en las camas de una barraca, los rostros desechos por los orificios de las balas y los culatazos, Coffin recordaba un sentimiento de enorme soledad. Las patrullas de soldados y los grupos paramilitares los cazaban como a bestias, como a salvajes, entraban en las comunidades y los campamentos dos o tres veces por mes y se llevaban a alguien, violaban a alguien, o mataban alguien.

Por la tarde se presentó en el lugar un enviado de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, llegó escoltado por una patrulla de la policía, en un automóvil negro. Los habitantes del lugar se congregaron alrededor de los recién llegados, poco a poco, en silencio, el de CNDH llevaba un traje negro, feo, dos policías lo seguían, uno de ellos había puesto la mano sobre el arma, el otro lo haría en cualquier momento. Avanzaban titubeantes, era evidente que no sabían a quién dirigirse, finalmente, un hombre se acercó a ellos, llevaba la cara cubierta por un pasamontañas, como muchos ahí, y les preguntó quiénes eran. El funcionario intentó explicarse pero ni el hombre, ni la mayor parte de los indígenas de esa comunidad hablaban o entendían bien el español. Lo que el hombre entendió del burócrata era que venía de México, tal vez la palabra Comisión le sonó demasiado estatal, o quizás la palabra Derecho, o Nacional, algo había en todas ellas de sospechoso, de temible. Comenzó a gritar en una lengua que Coffin no entendía, el resto de ellos le siguió, el aire se llenó con un clamor ininterrumpido, cada tantas palabras el encapuchado dirigía maldiciones en español al funcionario, los policías sacaron las armas pero no se atrevieron a apuntarle a nadie, Julie se acercó, intentó mediar, intentó explicarle al hombre que el funcionario venía en paz, pero el hombre no paró de gritar, la gente cerró filas alrededor de los llegados, comenzaron a empujarlos y a empellones los llevaron hasta las barracas donde guardaban los cuerpos, les quitaron las sábanas de encima e hicieron recorrer al funcionario el trayecto de todas las camas, de todos los rostros muertos, el burócrata se quedó de pie frente al último, sin hablar, sin atreverse a mirarlos a ellos, los vivos, el encapuchado se acercó a él y le dijo algo en voz baja, casi al oído, el funcionario comenzó a llorar. Eran cosas así, decía Coffin, cosas que nadie más estaba registrando.

Se hizo amante de Julie, aunque ella tenía varios amantes además de él. Se hicieron también buenos amigos, Coffin descubrió que algunas cosas eran un poco una locura, y que a veces la mejor decisión era quedarse callado, y optar por el no-nombre de las cosas. Pasaron un año así y luego Julie volvió a Marruecos, a Nicolas, a estar juntos otra vez antes de volver a separarse. Coffin regresó a Ítaca, bueno, a Xalapa. Según yo, por aquel entonces volvimos a encontrarnos, traté de recordar en dónde y creo que fue en la calle de Enríquez, creo que nos saludamos, pero no lo tengo claro. Más o menos ahí terminaba el clip de la primera cinta. Doble clic a la segunda. Play. Parra ajustaba la cámara, hacía dos o tres pruebas con el zoom, Coffin miraba a Parra, sonreía, la toma por fin se estabilizaba, Parra preguntaba, como si no hubiera pasado nada, ¿Y entonces?, Coffin lo miraba desconcertado, y decía finalmente: Ah, sí, entonces…

Había perdido peso, eso fue lo primero que le dijo su madre, Antes de abrazarme, antes de cualquier cosa, Coffin reía. Y al principio todo estuvo bien. No tenía mucho en qué ocuparse, consiguió un trabajo como mesero en el bar de un amigo suyo y ahorró durante algunos meses para comprarse una cámara de video, fue una decisión instintiva, o una regresión, o una sublimación de la nostalgia y el horror que casi sin darse cuenta sentía en todos lo momentos. En retrospectiva, comentaba en el video, todo tiene cierta lógica, en ese momento no, en ese momento no tenía ninguna. A veces despertaba agitado, sudando, a veces no podía despertar, no tenía la fuerza para abrir los ojos. Pensaba en Julie y la extrañaba como no se había imaginado que pudiera extrañarse a alguien, pasaba las noches pensando en su cuerpo, pensando en Nicolás, pensando en Marruecos, en España, en la sierra de Chiapas. Comenzó a fumar marihuana como un maniaco. Sus padres, en un principio, lo aceptaron, su madre fue la primera en decirle que estaba abusando, y luego, un poco después, su padre también lo hizo. Los conflictos empezaron, a la larga Coffin terminaría por irse de casa una vez más, a casas de amigos en un principio, y luego a cualquier casa donde le permitieran pasar la noche. En algún punto dejó de dormir. Sucede, comentaba, que hay personas a las que la hierba les produce brotes sicóticos, lo pensaba un momento más, continuaba, En realidad, yo creo que cualquiera que fumara como yo lo hacía se hubiera vuelto un poco loco, al menos por un tiempo. En la cinta, Coffin encendía un cigarro, el primero, pedía un cenicero, Parra le pasaba una lata vacía de coca cola. Miradas extraviadas, humo, pude imaginar el rostro de Parra, embebido. Coffin describía la madeja de nudos de su cabeza, decía Visibilidad, decía Alucinación, era difícil seguirlo, yo nunca he estado loco.

Por fin, un día todo terminó, lo que para efectos prácticos significó que todo había vuelto a empezar. Los padres lo habían buscado durante varias semanas y una noche dieron con él, le pidieron que volviera a casa, y él aceptó, Principalmente porque tenía hambre y el hambre entristece, decía, lo llevaron en auto, lo hicieron darse un baño, y lo dejaron descansar. Al día siguiente, cuando despertó, los viejos se habían ido, en su lugar Coffin se encontró con dos hombres grandes, enormes en realidad, que le pidieron que estuviera listo en media hora, que su padre los había llamado, y que estaban ahí para llevarlo al psiquiátrico. Coffin decidió no resistirse, si lo hubiera hecho probablemente le habrían roto la cara y lo hubieran llevado de cualquier forma, Además, decía, en el fondo yo quería ir. Abordaron una camioneta blanca, una especie de ambulancia destartalada, y cruzaron la ciudad. Pidió permiso para fumar y se lo negaron, le dijeron Antes de entrar puedes fumar un cigarro, se lo obsequiaron, fumaron con él. Eran las once de la mañana cuando cruzó el portón del edificio gris, con un poco de sabor a humo en el paladar, con un poco de ansiedad, de tensión en la boca del estómago, algo le esperaba adelante, Estaba… (lo piensa, sonríe porque no sabe qué palabra usar) ¿Conteno?, Bueno, nadie está contento de que lo lleven a un psiquiátrico. Coffin aventura lo siguiente: Me gustaba que una vez más podía permitirme pensar en El Futuro, aunque fuera ese, aunque fuera ahí. ¿Cuánto tiempo estuviste en el hospital?, preguntaba el invisible Parra, Coffin contestaba Dos meses y cuatro días. Yo recuerdo haber pensado que Dos meses no son casi nada, y luego (a estas alturas ya había prendido un porro): Pero hay animales que viven menos, hay seres humanos que viven menos, pensé en las supernovas y los agujeros negros, y en un cerillo que se encendía en la noche. Abrí itunes y puse Pink Floyd, porque me hacía recordar a la novia pintora, y me hacía recordarme a mí.

Coffin hablaba de las generalidades del lugar, de cuántas alas, de cuántos cuartos, de cuántas camas en cada celda, el hospital de Xalapa sólo albergaba pacientes agudos, es decir, pacientes de dos o tres meses, muchos deprimidos, muchos adictos a los narcóticos, y algunos viejos también. Había enfermeros y había cuerpo auxiliar, compuesto por los dos hombretones que habían ido por él, y otros tres de las mismas características. Y había doctores, psiquiatras para algunos y psicólogos para otros. Por las tardes los dejaban mirar la tele durante un par de horas, ocasionalmente los doctores hacían proyecciones de películas, Casi siempre Disney, o cosas parecidas, Era mejor no ir. A veces, los pacientes hacían piñatas, Coffin pidió permiso de pintar en cambio, pero se lo negaron, Así que hice piñatas, decía, reía, y encendía otro cigarro.

El primer compañero de habitación que tuvo se llamaba Carlos, era un señor de cuarenta y cinco años que se había divorciado hacía dos, y que no mucho después se hizo dependiente de los antidepresivos. Lloraba casi todas las noches, y a Coffin su llanto le parecía incómodo. La primera noche intentó hablar con él pero el tal Carlos fue incapaz de contenerse lo suficiente como para decir una palabra, en adelante Coffin se abstuvo de intervenir, se hacía el dormido, y trataba de pensar en algo más. Carlos, por fortuna, se fue luego de una semana. Entonces llegó Efraín, y de él se hizo amigo inmediatamente. Era tres años mayor y tenía problemas serios con la cocaína. Se había pasado los últimos cinco entrando y saliendo de centros de rehabilitación, lo contaba entre risas, como si riera para no soltarse a llorar. En cualquier caso, con él podía charlar, Coffin le contó algunas de las cosas que no le había contado a nadie, y que no le contaría a nadie más, y en el proceso se las contó a sí mismo por primera vez. Afuera no nos habríamos tomado demasiado en serio, decía, pero adentro era difícil no hacerlo. Efraín también le contó algunos de los episodios de su historia, le habló de la golpiza que le había dado al novio de su hermana, de cómo casi le deshizo el rostro contra la defensa de un auto, de cómo tuvieron que contarle lo que había sucedido, porque no lo recordaba, para que accediera a ingresar en un Oceánica, tres años atrás. Luego, un año después había robado una camioneta, había conducido por la ciudad durante hora y media, y finalmente había estrellado el vehículo contra la casa de sus padres, se rompió una pierna y un brazo, inhaló un gramo más, y le prendió fuego a todo. En algún punto perdió el conocimiento, al día siguiente lo había olvidado, despertó atado por el pecho a la cama del hospital, con el brazo derecho y la pierna izquierda envueltos en yeso, aquella fue la quinta o sexta ocasión que lo internaron. ¿Y la sobriedad? Bueno, era complicado. Efraín padecía un síndrome de abstinencia de lo más violento. Su mente se partía en dos pedazos, uno de ellos lo veía todo, lo reprobaba y lo aborrecía, pero había otro, que era incontrolable, era su cuerpo sin él, o con él encerrado en una jaula, en lo profundo del abismo de su cabeza. Comenzaba a gritar, los enfermeros y auxiliares lo rodeaban, y alguno le pedía por cortesía que se tranquilizara, cosa imposible, Efraín se abalanzaba sobre ellos, ellos lo repelían, lo contenían, y luego lo llevaban a un cuarto especial, con una cama rodeada de tubos, y lo ataban con vendas. A veces, sin embargo, Efraín continuaba luchando y las vendas le cortaban la piel, cuando eso sucedía, los enfermeros lo sedaban. Despertaba solo, a oscuras, vuelto un imbécil, la lobotomía duraba dos o tres días, y luego volvía a la normalidad. Reía, otra vez, hablaba, contaba historias de lo más peregrinas.

Cuando ambos salieron del hospital, Efraín lo invitó a media docena de reuniones con grupos de apoyo, uno distinto cada vez. Pasaba casi todo su tiempo buscándolos, escogía los mejores (es decir: los infames) y llamaba a Coffin, asistían, participaban, y luego se iban por ahí a reírse de ellos mismos y de todos los demás. Dos meses después de la última vez que se vieron Coffin recibió una llamada de un primo de Efraín, lo habían internado nuevamente. Las palabras del primo llevaban impresa la vehemencia y la resignación de las molestias recurrentes de la vida. Lo visitó, y lo encontró mal, Efraín aparentemente había descubierto que la vida era una gran patraña, Coffin daba una calada más, y dejaba que el humo escurriera lentamente por su labios. A las pocas noches el primo volvió a llamarlo, Efraín se había colgado con una sábana, la había atado a la cabecera de la cama y a su cuello, había dado un pequeño salto, y se había dejado caer de nalgas para separarse las vértebras. Coffin asistió al funeral, no conocía a nadie, y no tenía ganas de estar ahí en realidad. Se quedó durante una hora pensando un poco en todo, pensando en Efraín, en un misterio atrapado en esa caja reluciente de aluminio frente a él, en ese misterio sepultado. Había una chica muy triste, Coffin se dijo ¿La hermana?, adivinó junto a ella a la madre, adivinó al padre unos pasos más allá, el resto era más difícil. El timeline del video indicaba que todo estaba por terminar. Sí, decía Coffin, esa fue una experiencia fuerte. Los últimos años, aparentemente, habían estado plagados de experiencias así. Parra suspiraba, quizás estuviera exhausto. Le preguntaba (pero ya con poco interés) ¿Y qué pasó después?, Coffin sonreía, Bueno, ahora pinto, ahora estoy bien, hablaba de la lucidez, decía Equilibrio, decía Paz. Llevaba casi ocho meses lejos de la hierba, casi no bebía, y sólo fumaba a veces, miraba el cigarro que tenía en la mano, y lo hundía en la lata de refresco. Parra y él desaparecían, la pantalla quedaba en azul. Apagué la computadora, y me puse a ver la televisión hasta que amaneció. Quise llamar a Ximena y de hecho cerca de las cinco de la mañana lo hice, pero colgué antes del segundo tono, porque pensándolo bien no tenía nada que decirle.

Edité el material durante los siguientes días, con mucho más cuidado del que me hubiera tomado para cualquier otra entrevista, y con más cuidado y más tiempo que el resto de las cosas que había editado para Parra, me sentía obligado, no por Coffin, y no por Parra, sino por la historia misma, por haber conocido el principio, y reconocerme, o reconocer la sombra de mí, ahí en el pasado, diluida en el tiempo, como se había diluido Coffin en mi memoria también. Recuerdo haber pensado en los fantasmas de Parra, recuerdo haberme dicho: Parra tiene razón.

Me llamó (él: Parra) un domingo por la noche y le dije que tenía todo listo, vino a mi casa, vio el video en mi computadora, y lo aprobó. Hice café y charlamos un rato, me preguntó qué pensaba de la entrevista y le contesté que me había gustado, sonrió, dudé entre decirle y no decirle que había conocido a Coffin durante la prepa, y al final se lo dije, él me miró con el rostro helado, me dijo ¿De veras?, y se hundió durante algunos minutos en reflexiones que no compartió conmigo. Luego me habló de otras cosas, se bebió dos tazas de café, y se fue cerca de la una de la mañana. Por lo que supe, siguió viéndose con Coffin durante algún tiempo. A mí siguió llevándome trabajo pero nada más de él, si lo entrevistó nuevamente no lo supe. Una tarde, quizás un año después, habló tangencialmente de la nueva partida de Coffin, que se había ido a Europa, a estudiar en academias de las que no registré ni el nombre. Corrieron más meses, corrió un par de años, Parra ganó algunos premios importantes, uno de ellos por un cortometraje experimental, y algunos más por su participación en telenovelas. Para mí la vida siguió más o menos igual, a veces fácil, a veces indescifrable. Mentiría si dijera que volví a olvidarme de Coffin, pero sí volví a no pensar mucho en él, porque así sucede con el pasado cuando poco a poco se convierte en esos enunciados sin pies ni cabeza que llamamos recuerdos. Parra también emigró, y yo en 2005 volví a Xalapa y me dediqué a la producción de un programa en la tele local. No supimos del otro durante varios meses a no ser por los rastros mutuos que a veces encontrábamos en Internet, Parra se hizo aficionado a cierto tipo de cadenas (esos masivos forwards, para ser más claros) de orden seudo-social, cartas a los diputados, por ejemplo, para las que se pedía adjuntar una firma virtual en favor de causas estúpidas la mayor parte de las veces. Yo no firmaba. A veces nos saludábamos cuando nos cruzábamos en Messenger, a veces no, no parecía que nuestra relación fuera meritoria de nada más, supongo.

Un día, sin embargo, recibí un correo que Parra había enviado sólo a mi dirección y que además venía de una cuenta distinta a la que yo le conocía, asumo que una cuenta privada, como la que muchos tenemos para los asuntos engorrosos, o importantes, o secretos. De texto había muy poco, Te interesa., decía, luego un renglón vacío, y una P (de Parra) seguida por el punto final. Dos renglones más abajo había una liga a un blog. Di clic en él y la pantalla cambió a un fondo negro, con un encabezado que decía Capítulo Uno, y un cuadro de video en el centro. Quizás tuve una sensación premonitoria, en mi recuerdo es como si la hubiera tenido, pero es difícil decirlo con certeza. Esperé a que el video terminara de cargarse y le di play. La imagen mostraba un campamento zapatista, o una comunidad, o un pedazo de selva cualquiera, con chozas y barracas, y gente cubierta con pasamontañas. Las tomas eran sobre nada en particular, de las mujeres y los hombres que surgían en el medio día gris de la montaña, en el fondo había una mujer muy delgada y muy bella, de piel blanca y pelo castaño, el video cortaba a un plano de cerca de ella, era Julie, no podía ser nadie más, me dije, con la piel erizándoseme, con la cabeza a punto de estallar, y un montón de preguntas, para las que no había respuesta, multiplicándose en la punta de mi lengua. Ella miraba a la cámara, le decía algo en francés al camarógrafo, él contestaba, reía, podía verse su mano pasando durante un instante frente a la lente, y luego el video terminaba.

Le escribí a Parra, le pregunté, aunque conocía la respuesta, si el video y el blog eran de Coffin, le pregunté quién era ella, y quien estaba detrás de la cámara, y si el fragmento era parte de la colección perdida que Coffin conoció en Marruecos. Por supuesto que lo era, pero ¿cómo asegurarlo?, y ¿cómo creerlo? Parra contestó un par de noches más tarde, No sé nada, decía, Pero estoy seguro de que habrá más. Yo también lo estaba.

El siguiente link me llegó tres semanas después, Capítulo Dos, decían las dos únicas palabras. El video había sido tomado durante una asamblea, presumiblemente en la misma comunidad del video anterior, o alguna parecida. En un recinto que tenía lo mismo de amplio que de precario y mal iluminado había reunidas algo así como quinientas personas, hombres y mujeres, algunos con pasamontañas o paliacates alrededor del rostro, otros sin ellos. En el fondo, tras una mesa larga, había tres hombres y dos mujeres, todos ellos eran viejos. Hablaban en tzeltal, lo que en ningún momento impedía seguir el curso de la acción. Uno de los hombres del presidium tenía la palabra, a veces decía Peso, a veces San Cristóbal, o Tuxtla Gutiérrez, o México, o Vicente Fox. Cuando terminó de hablar una de las mujeres de la asamblea levantó la mano y comenzó su propio discurso, algunas cabezas negaban en silencio, un hombre cerca de ella pidió el turno, buena parte del recinto lo abucheó a las pocas palabras, otro hombre, probablemente más sensato, habló durante algunos instantes, algunos aplaudieron, la primera mujer dijo algo con voz elevada y poca paciencia, el hombre abucheado habló nuevamente, y por un momento todos quedaron en paz. Una de las mujeres en la mesa rompió el silencio, su gesto no variaba, su voz parecía la correspondencia acústica de la luz mortecina, la cámara hizo un zoom a su rostro, las palabras, reverberando desde la cálida penumbra, continuaban durante algunos segundos, y luego la toma se cortaba abruptamente.

El Tercer Capítulo, un mes después, era largo y devastador. Una toma fija: Una sala de espera y una indígena joven sentada en una butaca azul. Junto a ella, en una butaca igual, estaba Julie con las piernas extendidas y los brazos cruzados, las dos miraban hacia el mismo punto del vacío, hacia la izquierda de la toma. El video cortaba varias veces y ellas continuaban ahí, la luz cambiaba, era el tiempo pasando, finalmente un doctor entraba en la sala, se acercaba a la joven y le decía algo que el micrófono de la cámara no registraba. Ella comenzaba a llorar y junto a ella, Julie lloraba también. El video cortaba una vez más. Julie no aparecía en la siguiente toma: sobre la cama de una clínica yacía un cuerpo pequeño, cubierto por una manta hasta el cuello, no dormido, sino muerto, la joven lloraba, hincada junto a él, tomándole la mano. El cuadro continuaba durante un minuto y luego se hundía lentamente en la oscuridad de un fade out, como en agua oscura. El sonido, un sollozo constante, persistía algunos segundos más, y luego un silencio cercenante que ya no venía del video se apoderaba de la realidad. La realidad, me dije, ¿Dónde está la realidad?

El blog no tardó en volverse algo así como un sitio de culto. La sección de comentarios estaba llena preguntas, de peticiones desarticuladas. Durante el siguiente año supe de tres documentales independientes que tenían videos de Coffin, dos de ellos se distribuyeron por Internet, pero el tercero fue una producción con algo más de notoriedad. Y fue como si se corriera un rumor, las visitas al blog se multiplicaron, y el tema, entre algunos, se hizo tema: Ese blog de nadie, ese blog sin explicación. Pocos meses después Coffin publicó el clip del ataque que había grabado Nicolas, y el video fue un cataclismo. Duraba un minuto con cuarenta y nueve y no tenía un solo corte, comenzaba con un movimiento abrupto, la cámara se asentaba contra el marco de una ventana, Julie susurraba algo, eran gritos no vocales, gritos de aire que se parecían a un susurro, el militar arrojaba la granada y un momento después ocurría la explosión, la cámara saltaba, retrocedía, Nicolás ahogaba un gemido con su propia mano, las piernas de Julie aparecían por un instante, y el video terminaba. El resto de la historia flotaba alrededor de mí.

El siguiente link que Parra me envió era de una dirección distinta, di clic y me encontré en un blog exactamente igual al que conocía, con un cuadro de video, y dos palabras, Capítulo Doce, y ninguna explicación. Visité la dirección anterior y un mensaje en la pantalla me informó que el blog había sido bloqueado debido a incumplimiento de condiciones, Blogger, aparentemente, tiene una restricción contra los videos donde el ejército mexicano aparece lanzando granadas a los indios. El video en el Capítulo Doce, sin embargo, no era más conservador que el anterior. Esta vez Julie estaba detrás de la cámara, Nicolas conducía un auto por un camino estrecho y sinuoso, en el asiento del copiloto viajaba un hombre pequeño y moreno envuelto en una chaqueta de mezclilla negra. En el auto la radio amplificaba una frecuencia clandestina, una voz de mujer contaba en español la historia de una marcha a lo largo del país. Corte en el video. Nicolas y el hombre bajaban del auto, a unos cinco metros fuera del camino un grupo hacía guardia alrededor de tres cuerpos bajo sábanas, Nicolas y el hombre avanzaban hacia ellos, Julie los seguía en silencio, el grupo abría paso a los recién llegados, alguien retiraba las sábanas, el hombre se hincaba junto a uno de los cuerpos, le acariciaba el pelo lleno de lodo y sangre, los otros hablaban, el hombre no, se ponía de pie, sacaba de la chamarra un paquete de Faros y una cajita de fósforos, y encendía un cigarro. El sonido de un motor rompió el silencio, primero lejano y luego vertiginoso, Julie viró, por la carretera venía una camioneta blanca a toda velocidad, dos hombres sacaron armas por las ventanas y comenzaron a disparar, la cámara cayó. La toma siguiente mostraba al hombre de la chaqueta negra, tendido junto a los otros cuerpos, Nicolas se había sentado junto a él y fumaba con el rostro embarrado de sangre seca, con el alma vacía. El video terminaba pocos segundos después. Los cambios de dirección se hicieron constantes.

Pero Parra no se soltó del rastro de Coffin. Pocas semanas después me escribió un correo, el subjet decía Esto es lo que sé. El texto era un relato de sus aventuras detectivescas cibernéticas, de cómo había tomado un curso exprés para rastrear direcciones de IP y cosas parecidas, y cómo había pasado tres noches identificando los puntos del globo donde que Coffin había subido los distintos fragmentos de la colección. Sus averiguaciones: Los primeros tres capítulos habían subido en Guatemala, desde algún lugar al oeste de la capital, los dos siguientes subieron del norte de Honduras. Luego había un par de conexiones con un servidor muy pequeño en el sur de Belice, la pista volvía a Guatemala, Parra casi la pierde en Costa Rica, y luego reaparecía en Colombia. Los últimos tres videos, finalmente, habían subido desde la zona cero, San Cristóbal de las Casas.

Hacia principios de dos mil siete Coffin había subido quince capítulos de una crónica insólita. El video dieciséis, sin embargo, no era un capítulo. El encabezado decía Interludio, y el video lo mostraba a él, sentado en un sillón, a unos cinco metros de la cámara, en un departamento casi vacío, en la penumbra. El teléfono sonaba, Coffin no hacía nada para interrumpirlo, el timbre se detenía durante algunos segundos y volvía a comenzar, Coffin sostenía un cigarro en la mano, lo llevaba hasta su boca con calma, fumaba lentamente, retenía el humo, y luego lo dejaba escapar. En los últimos segundos se levantaba, caminaba hacia la cámara y miraba fijamente a la lente, el teléfono volvía a sonar, la mano con el cigarro se acercaba y se perdía en un punto ciego detrás de la lente, Coffin decía Este soy yo, y cortaba. Repetí el video unas quince veces, me serví algunos vasos de bourbon con agua mineral y prendí varios cigarros. Tenía trabajo pero me fui a la calle. Llamé a un amigo de la preparatoria, fuimos a beber y terminamos a eso de las cinco de la mañana en un club para caballeros, tal vez el peor de los eufemismos habidos. Cuando volví a casa amanecía, mi padre solía decir que uno puede considerarse parasitario si vuelve de la borrachera cuando el resto de la gente sale para irse a trabajar, ya había vendedores en los cruceros, ya había barrenderos, y estanquillos, y puestos de periódicos, Soy, me dije, un maldito parásito. Con eso en mente me acosté, encendí el televisor y me quedé dormido, sólo unos segundos, tal vez un par de minutos antes de que el despertador sonara, sentí un impulso de aniquilación universal y arranqué violentamente el cable del aparato, pero ya no pude volver a dormir, me levanté, vomité, encendí un cigarro y puse café en la cafetera, volví con la taza caliente a mi habitación y me senté en la cama a mirar, digamos, las noticias. Pensaba en Coffin, cada tantos minutos pensaba en él por unos segundos, en su apuesta de pocos instantes por la visibilidad, le imputé razones que quizás sólo hubieran podido ser mías pero que fueron las únicas que me vinieron a la mente. Me pregunté quién llamaba en el teléfono, encendí la computadora y volví a visitar la página del video, no puedo explicar por qué, no había dormido, no estaba del todo en mis cabales. ¿Qué había pasado luego de las academias en Europa?, ¿Qué había sucedido después? Vi el video siete veces más, tratando de suponer una historia, la que fuera, a toda costa, pero fracasé.

No visité el siguiente link que Parra envió a mi correo, ni los que vinieron después. Sentí que había tenido bastante por un tiempo, o para siempre. Me dediqué a trabajar, terminé con mi contrato en Xalapa y me quedé ahí cinco meses más por una chica con la que lamentablemente todo terminó muy mal. Me di, como siempre, a la bebida, experimenté con pastillas psicotrópicas, y básicamente comencé una caída existencial en barrena, como una pausa en la vida, como un castigo por haber traicionado a Coffin. Por un tiempo dejé de pensar en él, y dejé de pensar en casi todo, a decir verdad. Estos periodos semi-suicidas (que me dan cada tantos años) se parecen mucho a la hibernación, en ocasiones a la catalepsia, y muy poco de ellos es digno de mención. Parra me escribió un par de veces más pero borré los correos de mi cuenta sin haberlos leído. Retiré del banco el dinero que tenía guardado, renté un departamento pequeño y húmedo, y me recluí definitivamente a la espera de que llegaran el hartazgo, o la pobreza, o la tuberculosis. Durante algunos días asumí que había dado con la solución a todos mis problemas, dejando en claro que pese a todo aún podía portarme como todo un optimista.

Llegó el otoño. Yo ya había decidido permanecer en ese plácido curso hacia la nada al menos hasta que llegara la primavera, me sentía bastante satisfecho, y hasta me parecía distinguir algunos vestigios de alegría en esa satisfacción. Por supuesto: No fue así como sucedieron las cosas. Mi celular sonó una madrugada, yo leía, creo que Moby Dick, contesté y distinguí la voz de Parra preguntándome si era yo, fingí estar dormido pero a él no le importó, me dijo que tenía que verme, que volvía al DF y que yo debía volver también, tenía algo que mostrarme, teníamos cosas que hacer. No dijo qué, y yo no se le pregunté, intenté tratarlo como si estuviera loco pero no pude, le dije que lo llamaría por la mañana, Parra accedió, me dijo No lo olvides, y colgamos. Sobra decir que aquella noche no dormí, lo llamé a las siete y media, un poco en venganza, esperando que estuviera dormido, pero no lo estaba. Acordamos vernos dos semanas después en el Sanborns de Perisur. Me preguntó cuándo pensaba mudarme y yo contesté, un poco molesto, que aún no sabía si lo haría. Parra guardó silencio un momento, Claro que lo harás, dijo, se despidió, y volvimos a colgar.

Llegué al Sanborns quince minutos antes de la hora a la que había quedado con él. Compré cigarros y una revista de cine, y me metí en el restaurante. Vi a Parra inmediatamente, con el pelo más negro que nunca, sentado en uno de los gabinetes que daban al ventanal. Me acerqué, nos saludamos, pedí café y coca cola, y Parra pidió un postre de chocolate. Hablamos, me contó que había recibido un paquete de Coffin, una caja llena con los videos de la colección de Julie y de Nicolas, y otros, muchos más. Me preguntó si había seguido el blog y le dije la verdad, encendió un cigarro y dijo Bueno, de cualquier forma… Nos fuimos de ahí tan pronto acabamos con lo que habíamos pedido, lo seguí al estacionamiento de la plaza y abordamos un Volvo azul, viajamos hasta su departamento, que no estaba lejos, y que no era tanto un departamento como una casa enorme montada en un edificio de casas presumiblemente igual de grandes. Sirvió café para los dos y me condujo por el lugar hasta llegar a una especie de estudio, una sala amplia con todos los televisores y proyectores que yo había conocido, y varios más. La parte impresionante, sin embargo, eran las paredes, convertidas en libreros empotrados desde lo alto del techo hasta tocar el piso, y en ellos, apiladas infinitamente, las grabaciones de la colección de Parra. Mi anfitrión había trascendido el fanatismo y se había convertido en algo así como un bibliotecario, un improbable Jorge de Burgos, bueno, Parra algo tenía, en efecto, de borgiano, ¿o no es borgiana una biblioteca llena de fantasmas?

En el centro de la habitación había una gran mesa de madera y en el centro de la mesa había una gran caja de huevos, volcada sobre una de sus caras laterales, amontonados junto a ella había una buena cantidad de cintas, discos, y dispositivos de memoria, eran los videos de Coffin. Parra se sentó en el lado derecho de la mesa y me invitó a sentarme frente a él, sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y me lo extendió, lo tomé pero no me atreví a abrirlo. Léelo, me ordenó, con discreta exasperación. Abrí la carta, estaba escrita a mano, con tinta azul y letra cursiva. Era un texto amargo y seco, de alguien con pocas ganas de hablar, Coffin estaba muerto, no decía cómo había pasado, no había detalles. La carta era del albacea, ¿de quién?, me pregunté, pero tampoco había firma y no había manera de saberlo. Coffin quería que Parra tuviera los videos, pero la carta no decía por qué. Me quedé mirando el papel muchos segundos, levanté el rostro y vi a Parra, había sacado un cigarro y comenzaba a fumarlo, yo también encendí uno. Le entregué el sobre y él volvió a guardarlo en su bolsillo, nos quedamos callados durante unos minutos, y luego él dijo Encima de todas las cintas venía una, con la carta adentro. Se levantó, tomó uno de los proyectores y lo colocó sobre la mesa, movió algunas cosas y despejó un pequeño reproductor de dv’s, con un control remoto activó una pantalla bastante grande que descendió de la pared que teníamos enfrente, fue a la puerta y apagó las luces, volvió, se sentó y le dio play.

La toma era idéntica a la del último video que yo había visto de Coffin, el mismo cuadro con un sillón en el centro, y en el sillón, ese jipi simpático que conocí en la preparatoria, la barba le había crecido y le cubría casi todo el rostro, se veía flaco, se veía ¿viejo?. El teléfono comenzaba a sonar pero Coffin una vez más no lo interrumpía, luego de algunos minutos el timbre se callaba. Había una serie de cortes, alguien había editado el video antes de enviárselo a Parra, Coffin se había levantado y ahora se sentaba una vez más, pocos segundos después alguien comenzó a golpear la puerta, una voz gritó exigiéndole que abriera, Coffin permaneció en su puesto, mirando fijamente hacia la cámara, los golpes sonaron una vez más, y luego hubo uno más fuerte que el resto, habían entrado, cuatro hombres aparecieron en la sala, uno de ellos preguntó ¿Por qué no contestabas pendejito?, otro se acercó a golpearlo, Coffin se lanzó sobre él, como un loco, y fue como tal fue sometido. Deshicieron el lugar, y se lo llevaron. La toma permanecía en el cuarto vacío como un fantasma que lo vería todo durante muchos minutos más, hasta que la cinta terminara y la cámara entrara en modo de stand by, el editor involucraba un fade out, y la toma terminaba. Ahora era de día, en un camino, en un autobús, la cámara miraba el pasillo del vehículo, las piernas que se salían de los asientos, que saltaban con cada bache, que esperaban a llegar para desdoblarse, y volver a andar. Un corte más, la cámara caminaba por el monte, cuesta arriba por un sendero apenas señalado entre la hierba. Se detenía, algunos metros adelante había un par de hombres junto a un bulto sobre el suelo, del bulto salía un brazo extendido, una mano abierta, la cámara se acercaba, grababa el cuerpo, grababa el rostro lleno de tierra y de sangre, que era el rostro de Coffin, con un agujero en la frente, con los ojos abiertos. El micrófono registraba un sollozo de mujer, muy breve, y el video terminaba.

Parra había encendido un cigarro más, en la penumbra del estudio el punto rojo flotaba sin patrón, se avivaba y luego parecía apagarse, se oscurecía por un instante, la ceniza caía, el cigarro terminaba por consumirse, Parra lo apagó, se levantó y encendió la luz, me quité de los ojos dos lágrimas para las que no tengo una explicación, Parra dijo Vámonos de aquí, y nos fuimos. Había anochecido, subimos a su Volvo azul y Parra comenzó a conducir sin decirme a dónde íbamos, en realidad no íbamos a ningún lado, mi amigo, el cineasta loco, manejaba por las calles del Distrito Federal en un vagabundeo motorizado que se sentía bueno para el corazón, el aire frío y seco de la noche entraba por su ventana y por la mía, fumábamos como chimeneas, Parra encendió la música, tenía puesto un disco de Bach, a Ximena le gustaba Bach, Fuga en Sol menor, me dije, me permití irme por un momento, mirando las luces de la ciudad, sintiendo que el universo se movía, invisible, imperceptible, a mi alrededor. 

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