viernes, 8 de enero de 2010

Cuento: ¿Quién te ha hablado de las Calles de Haití?

¿Quién te ha hablado de las calles de Haití?

 

I

Cuándo nos juntábamos a beber Saúl, Irma, Valeria y yo (aunque ni Irma ni Valeria bebieran mucho), era frecuente que Saúl comenzara a hablar de motos. Una de sus anécdotas favoritas era la de una mañana de cuando tenía seis años en la que despertó con el eco de un sueño todavía en los oídos; el sonido, claro, venía del mundo real. Saúl se incorporó, se frotó los ojos y siguió pendiente del rumor que parecía perderse y que entonces, súbitamente, se hizo más fuerte, Saúl se acercó a la ventana de su habitación y sacó la mitad del cuerpo, el ruido venía directamente hacia él, en una esquina apareció la figura de un motorista y bajo él algo que Saúl defendía como una aparición casi milagrosa: una moto que te cagabas, decía. 

Irma, por otra parte, detestaba ese tipo de charla, no sólo opinaba que las filias por los aparatos y los motores eran básicamente pueriles, le parecía además que la peor de las aficiones en ese sentido, la más peligrosa, la más violentamente estúpida, era la de las motocicletas. Iba enojándose poco a poco mientras sus palabras construían el andamiaje que debía convencer a Saúl de su gran equivocación, hasta que aquel, medio risueño, medio ebrio y medio loco por Irma (que cuando se molestaba lucía muy apetecible), se lanzaba sobre ella y comenzaba a morderle suavemente el cuello mientras le gritaba con voz afectada: sométete mujer, sométete. Irma rompía en una carcajada que al principio era sólo gritona y que, poco a poco, se iba transformando en feliz.

Saúl, por lo demás, era un tipo bastante normal, había nacido y crecido en el DF, lo mismo que sus padres y sus abuelos, había terminado de estudiar a los veintisiete años, uno antes de que Valeria y yo lo conociéramos, y se dedicaba a las relaciones públicas de la empresa de su hermano mayor. La historia de Irma, por otra parte, era un poco más compleja. Su padre era argentino, su madre en cambio era de Haití y era negra. Ambos habían llegado a México en calidad de exiliados, él en los setentas a Puebla, ella en los ochenta a Mérida, y se habían conocido en el Distrito Federal, en una convención de lo que quedaba a esas alturas del Partido Comunista. Se enamoraron, se casaron y se quedaron a vivir ahí, tuvieron a Irma y, cuatro años más tarde, tuvieron a Imanti.

Irma y Valeria tenían quince años cuando se conocieron. Estudiaban en la misma preparatoria y del segundo al sexto semestre tuvieron al menos dos materias comunes. Empezaron por hacer equipo para algunas tareas pero pronto comenzaron a reunirse sólo por el placer de estar juntas. Tanto Imanti como Irma habían heredado del padre el color de la piel, pero la madre había marcado al benjamín con los rizos de su raza y un poco con la forma de la nariz. Irma en cambio era casi idéntica a la abuela del señor Domínguez, que era italiana y era muy bella. A veces, cuando los visitaba, Valeria se encontraba con Imanti y con su madre charlando en la sala, en francés; nunca vio a Claire (la madre) hablando en francés con Irma, pero una noche en que se había quedado a cenar, mientras volvía del baño le pareció oírlas susurrando algo en una de las habitaciones de la planta baja. Valeria no se acercó a escuchar, pero no pudo evitar permanecer quieta ahí mismo durante unos instantes más antes de darse cuenta de que lo que llamaba su atención era el idioma, que no sonaba ni a francés, ni a ninguno que recordara haber escuchado. Le tomó tiempo dejar de pensar en ello pero incluso cuando lo logró el hecho de que en Irma habitaba otra Irma se había hecho irrefutable. Cambiaba sutilmente si estaba con su madre, aunque a Valeria no le quedaba claro exactamente en qué, su postura era distinta, también su voz y su forma de hablar, como si sus palabras fueran nuevas, recién inventadas, todavía indómitas, Valeria sencillamente no lo entendía. A veces se sentía como una completa extraña entre los miembros de aquella familia, algunas otras tenía la sensación de que en realidad ellos se sentían igual de extraños, que habían aprendido a vivir así, siendo extraños unos de otros. 

Pasó el tiempo y algunos eventos se desencadenaron. Una tarde en medio de una reunión familiar, Calire Hyppolite se desplomó sobre la duela de la sala, aparentemente acalorada por las bebidas de la sobremesa. Todos comenzaron a reír; en el suelo, Claire también reía, o parecía hacerlo. El señor Domínguez se acercó a ella e intentó levantarla pero resbaló y cayó también, las risas aumentaron. Domínguez se incorporó y lo intentó nuevamente, sólo entonces se dio cuenta de que Claire estaba inconciente, estaba, de hecho, muerta.

Valeria tenía recuerdos bizarros del velatorio. La concurrencia era, por principio, bastante más intercultural de lo que cualquier mexicano está acostumbrado a ver, en un extremo del salón había una docena de familiares y amigos del señor Domínguez, de los que al menos cinco debían ser también sudamericanos, quizás otros tres mexicanos, y el resto, europeos. En un rincón, en un sillón solitario, estaba Imanti, de doce años, callado, con la cara rara y bonita y el pelo hecho un desastre. Y luego estaba la poca parentela de Claire que había podido hacer el viaje desde la isla: su madre y dos de sus hermanos. La presencia de esos tres personajes, sin embargo, bastaba para inundar la habitación con una atmósfera sobrecogedora. Valeria contaba: No me parece que hubiera una sola cosa en la que ellos y yo fuésemos parecidos, sus cuerpos eran distintos, se movían de otra manera, como en un mundo diferente que yo no veía pero ellos sí. Me quedé mirando durante mucho rato a uno, estaba de pie junto a su mamá (la mamá de Claire) y tenía la vista fija en un punto de la pared de enfrente… (Valeria hacía una pausa, decidiendo como seguir)... comencé a imaginarme esa isla del caribe en la que viven los hijos de los esclavos africanos de los franceses y los españoles, en ese fenómeno inconcluso de la historia, ¿te imaginas viviendo en un mundo así de lejano, de desconocido?, ¿quién te ha hablado alguna vez de las calles de Haití?, Y entonces entendí que ellos sí que se movían en un espacio distinto, y que donde yo veía algo ellos veían otra cosa, que en su sangre debía latir otra memoria, En la sala sólo el señor Domínguez lloraba, la abuela estaba sentada en una silla, con un hijo a cada lado, Su solemnidad no parecía perturbada, estaba haciendo algo que debía hacer, eso me pareció, que su solemnidad era un deber riguroso, honroso incluso. En un momento dado Irma se acercó a ella, se acuclilló a sus pies y se puso a decirle algo en el mismo idioma que yo le había escuchado hablar con Claire, le tomó tres o cuatro minutos decir lo que quería, la abuela escuchó y finalmente negó con la cabeza, Irma insistió con un hilo de voz a punto de desbordarse pero la abuela negó de nuevo, le tomó el rostro entre las manos, la acercó a su boca y le besó la frente, le dijo algo más muy cerca del oído y volvió a apartarla. Irma se levantó, se quitó una lágrima del ojo, y se alejó tranquila hacia donde estaba Imanti, sin molestar más a la vieja. A Valeria le quedó una cosa en claro de ese diálogo del que no había entendido una palabra: había una parte en Irma que podía moverse en ese otro mundo, en el de su madre y su abuela, que a veces podía verlo al menos.

Irma y Valeria siguieron siendo amigas y terminaron juntas la preparatoria, luego Irma se fue a estudiar a Francia, Valeria se quedó en México y dejaron de verse por varios años. En ese lapso Valeria y yo nos conocimos y comenzamos a salir. Irma, por su parte, estuvo un tiempo en Europa y más tarde se fue a encontrar con su padre y su hermano, que habían vuelto a Argentina. Se quedó ahí unos meses y un buen día decidió que quería regresar a México y al DF. Valeria y ella se reencontraron y yo la conocí; ella conoció a Saúl, se gustaron y también comenzaron a salir. A mí entender Irma y Saúl se querían, no me parece que a ninguno le molestara la idea de seguir con el otro en el futuro, o en esa vaga idea de futuro con los cabos sueltos que muchas veces se usa para navegar por la vida. Lo que queda ya lo hemos dicho: a veces nos reuníamos y charlábamos, y bebíamos, las mujeres con moderación, y a Saúl le daba casi siempre por sacar lo de las motos, entonces Irma se molestaba,  etcétera.

 

II

Ocurrió muy temprano por la mañana. Yo estaba sirviéndome el café, el teléfono sonó, contesté. Bueno, dijo la voz, Hola Irma, dije yo, ¿Está Valeria?, preguntó, No, anoche durmió en su casa, ¿no contesta su celular?, No. Luego hubo silencio, yo entendí que algo andaba mal, pregunté qué sucedía y ella contestó: Saúl tuvo un accidente. No respondí ni le pregunté nada más, me quedé callado, esperando, suponiendo que estaba por escuchar algo que no quería escuchar. Se murió, Carlos, dijo Irma finalmente, se murió en una moto.

Me tomó cerca de hora y media comunicarme con Valeria, que a esa hora se había ido ya a trabajar y que, en efecto, había dejado el celular en casa. Su reacción fue muy similar a la mía, repitió un par de veces que no podía ser, le dije que lo entendía, lo habíamos visto pocos días antes, eso quizás lo hacía más inverosímil, Saúl ni siquiera tenía una moto, por un momento pensé que todo se trataba de una broma bastante atroz, a Valeria le pasaba algo parecido, aunque eso lo confesáramos tiempo después, en ese momento las cosas resultaban demasiado súbitas. Quedé en pasar por ella a las cuatro y me alisté para arreglar algunas cosas antes del servicio. Pensé en Irma y quise llamarla pero me contuve porque supe que no tendría absolutamente nada que decirle.

No supimos más hasta esa tarde. Fuimos los primeros en llegar a la funeraria, poco a poco fueron haciéndolo algunos de los familiares, y luego el hermano mayor de Saúl y sus padres. La señora Arriaga se dedicó con entereza a recibir los pésames de la concurrencia, el señor Arriaga, en cambio, estaba deshecho. Tan pronto pasamos a la sala que la familia había reservado, se sentó torpemente sobre uno de los sillones, muy cerca del féretro y se puso a fumar, pasándose los dedos por el bigote gris, incapaz de contener ataques de llanto, frotándose los ojos con furia y encendiendo otro cigarro, y luego volviendo a perder la mirada y a hundir los dedos en el bigote. Ariel Arriaga (el hermano mayor de Saúl) se sentaba a ratos junto a él, y él a veces le correspondía con una palmada sobre la pierna y una sonrisa a medias, pero no se atrevía a mirarlo.

Irma llegó alrededor de las ocho en compañía de un muchacho muy alto, muy guapo y muy raro, y una vieja menuda y negra: Imanti y la madre de Claire. Se dirigieron primero a donde estaban los señores Arriaga y los saludaron, Irma presentó a su hermano y a su abuela. Cuando le hubo contado a su padre lo que había sucedido, al señor Domínguez no se le ocurrió una mejor idea que llamar a su suegra y pedirle que viajara a México, compró los boletos y puso también a su hijo en un avión, y a ambos les encomendó que se encargaran de la hija por la que, sabía, él no podía hacer mucho más. El señor Domínguez tenía claro algo que yo, en ese momento, comenzaba a adivinar. Imanti era un muchacho de veintidós años con rasgos negros y rostro blanco, con el pelo ensortijado y oscuro, y los ojos claros, con la espalda muy ancha, una postura impecable, y una presencia que sobresalía mucho pero que no perturbaba. La abuela por otro lado no debía llegar al metro con sesenta y parecía incluso más pequeña porque estaba jorobada, tenía el pelo blanco y corto, igual de ensortijado que Imanti. Saludó a la madre de Saúl con un gesto muy moderado de la cabeza y, con sus nietos, se fue a ocupar un puesto en el perímetro de la sala. Irma se sentó en una silla y a su lado se colocaron el hermano y la abuela, tenía los ojos hinchados pero ya no lloraba, la vieja le pasó la mano por el cabello, ella respiró profundo y enderezó la espalda. Valeria me dio suavemente con el codo en el brazo, ese era el mismo cuadro que ella había visto, la otra Irma.

Irma nos saludó con un gesto que por un instante venció la distancia que había entre ella y nosotros, luego el gesto se desvaneció. Ella no se levantó de su sitio, tampoco Valeria lo hizo, ni yo. En ese momento comenzó a llegar un rumor de fuera de la sala en la que estábamos, al principio sólo voces que se habían elevado discretamente, luego la elevación fue mayor, se escucharon los pasos descontrolados de una persona que se acercaba y luego, bajo el marco de la puerta, la causa de toda la agitación se materializó: un hombre alto, moreno, gordo y calvo, de ojos pequeños y mejillas prominentes (quizás lo primero, un efecto visual de lo segundo) que, todavía sin recuperar el ritmo de su respiración, realizaba una serie de gestos afanosos, buscando desde su posición un rostro entre la concurrencia que a su vez no pudo evitar notarlo a él. Buenas tardes, le dijo en voz muy alta al primer desafortunado que le quedó a mano, resultaba claro que había estado bebiendo, Me llamo Gabriel Carrasco, busco a Irma Domínguez, ¿la ha visto?

 

III

Valeria y yo habíamos tenido noticias de él por primera vez meses atrás. Irma había conseguido un trabajo como fotógrafa en una revista de arquitectura y el arquitecto Gabriel Carrasco era el supervisor del departamento de fotografía, es decir, el jefe del jefe de Irma. A veces ella debía tratar directamente con él, casi siempre para revisar las selecciones de las imágenes que había tomado. Él le parecía una persona muy bulliciosa pero esencialmente asimilable, no había ejercido nunca como arquitecto y tampoco sabía mucho de fotografía, le gustaba charlar ampliamente acerca de pequeñas tonterías y sin meterse demasiado con el desempeño de los fotógrafos. Mensualmente entregaba un reporte a la dirección general estableciendo que el trabajo gráfico de la revista estaba bien estructurado en relación con las intenciones de los arquitectos revisados y otras cosas parecidas, a veces sugería alguna corrección minúscula para este o aquel fotógrafo y a veces, en cambio, se permitía elogiar calurosamente a otros, sin que mediaran preferencias ni enconos ni, mucho menos, criterios claros. Irma señalaba que, por otra parte, los reportes del arquitecto en realidad no le interesaban a nadie salvo al departamento legal y al archivador, y que si no se le tomaba muy en serio, Carrasco podía incluso ser agradable.

Irma pasaba la mayor parte del tiempo en las distintas locaciones a las que la asignaban, y a la oficina sólo iba un par de horas por la mañana para ver lo que había que hacer, y otra hora hacia las cinco para tomarse un café con los otros fotógrafos y recoger sus cosas. Una tarde apareció en su escritorio un sobre blanco y sin marca, Irma lo abrió y encontró adentro las dos hojas fotocopiadas del reporte que ese mes Carrasco le había entregado a la dirección. Leyó el informe y hacia el final dio con tres párrafos medianos que el arquitecto le dedicaba a la excelente colaboración de la fotógrafa Irma Domínguez, que en meses consecutivos había recibido asignaturas de alta complejidad y que consistentemente había respondido con resultados elevados. Irma se sintió instantáneamente incómoda, en primer lugar no le parecía que recibir ella una copia del reporte fuera lo acostumbrado en la oficina, pero aún más le parecía excesiva la forma de encumbrar las imágenes. Casi todas las fotos que había sacado para la revista estaban, de hecho, basadas en las recomendaciones del manual que la propia revista le había entregado en el momento de contratarla, que a su vez había sido diseñado para que todos los fotógrafos entregaran portafolios muy parecidos unos a otros. Tres días más tarde tuvo una junta con Carrasco para la revisión del proyecto en el que estaba trabajando; supuso que él le diría algo del reporte pero no fue así, por lo que ella prefirió mantenerse también al margen del tema. Las siguientes tres reuniones que sostuvieron ese mes fueron exactamente iguales, Carrasco incluso se comportó con mayor mesura que en las de los meses anteriores, al mes siguiente, sin embargo, Irma volvió a encontrarse una copia del reporte en su escritorio y decidió no permitir que el asunto se desarrollara más. Llevó el sobre a la oficina de Carrasco y lo colocó sobre el escritorio, y luego dijo con la voz tranquila y firme ¿De qué se trata Gabriel?, ¿de qué privilegios gozo?, No se trata de nada Irma, por dios, contestó atropelladamente Gabriel, Quería que supieras que se aprecia tu trabajo, eso es todo, De mi trabajo aquí dices puras mentiras, No son mentiras Irma, escribí eso con la mejor intención de ayudarte. Irma se quedó callada, no le creía pero le pareció que Gabriel mismo no sabía muy bien lo que hacía y al mismo tiempo le enternecía que tuviera en tanto el poder de su puesto. No me ayudes así, le dijo finalmente e igual de serena se dio media vuelta y caminó en dirección a la puerta. Carrasco se apresuró a detenerla, Irma, espérate, le dijo, yendo ya tras ella, ella se detuvo y se volvió a encararlo, él quedó a pocos pasos de ella, Por favor no te ofendas, No me ofendes, respondió ella, me molestas, Discúlpame, por favor, pidió él, ella miró el rostro redondo la cabeza calva y rapada, Olvídalo, le dijo, Carrasco sonrió, Qué bueno que quedó todo aclarado y que somos amigos otra vez, concluyó, e Irma se dio cuenta de que para él todo había quedado efectivamente arreglado. A ese cabrón le gustas, decía Saúl cuando Irma nos contaba estas cosas, pero eso ella lo sabía, y también sabía que Gabriel era un pobre idiota del que no podía esperarse mucho más. Aquel por su parte no volvió a dejarle ningún reporte en el escritorio y trató de que las cosas fueran de nuevo como al principio, a veces la invitó a salir (ella se negó), y casi siempre intentaba hacerla sentir como si estuviera en compañía de un buen camarada, pero en términos generales aceptó las normas de distancia que Irma le impuso.

Carrasco se borró por un tiempo de las conversaciones hasta la posada que organizaba la revista, a la cuál Irma decidió llevar a Saúl. Gabriel se contuvo de acercarse a Irma durante casi toda la noche, pero hacia el final, envalentonado por media botella de brandy, la abordó mientras ella volvía de la barra. Comenzó a decirle que lamentaba lo que había pasado, que ella significaba mucho para él, que la quería y la respetaba, que lo había entendido todo esa noche, que lo perdonara, necesitaba decirlo, decía, y seguía hablando sin parar, extraviado en un laberinto de cosas que pronto comenzaron a sonar inconexas, comenzó a hablar de Saúl, en medio de su acaloramiento, y comenzó también a elevar la voz, intentó tomar la mano de Irma pero ella la retiró, él lo intentó de nuevo y lo consiguió por un segundo, ella tuvo que soltarse por la fuerza, No me toques, Gabriel, dijo, asustada pese a sí, ante la insistencia aquel. En ese momento Saúl se acercó y con un empujón como lo hubiera dado un gorila quitó a Carrasco que se tambaleó hasta media habitación más allá. Rodeó el rostro de Irma con su manos y le preguntó ¿Estás bien?, y ella asintió con la cabeza. Carrasco gritó: Yo estaba hablando con ella pendejo, pero Saúl hizo como si no lo hubiera escuchado y comenzó a caminar con Irma, el otro también avanzó, Saúl se detuvo y dio media vuelta pero la mitad de los fotógrafos se había cruzado ya en el camino de Gabriel y se esforzaba por hacerlo entrar en razón, Saúl tomó de la mano a Irma y con un gesto le preguntó ¿nos vamos?, ella volvió a asentir, y se fueron.

El lunes siguiente Irma se presentó en la dirección general y, luego de explicarles lo sucedido, pidió que o se hiciera algo con Carrasco o le aceptaran la renuncia en ese momento. A Carrasco lo transfirieron de área y ese fue el final de la historia. A veces todavía se lo topaba en la oficina, él se acercaba a saludarla y era todo lo amable que podía, como si nada hubiera sucedido, como si alguna vez hubieran sido grandes amigos y siguieran siéndolo, definitivamente era un tipo del que no podía esperarse más, se repetía ella.

 

IV

Carrasco no recibió una respuesta satisfactoria de ninguno de los cuatro dolientes a los que interrogó buscando a Irma, que no formaba parte de la familia Arriaga y a la que casi nadie tenía por qué conocer. Poco a poco fue más gente la que notó la figura pesada con la cabeza brillosa, bullicioso como Irma lo había descrito. Cuando le quedó claro a quién buscaba, Valeria se levantó, fue hacia él y trató de calmarlo, y sobre todo de callarlo, tras convencerlo de que conocía a Irma y de que sabía en dónde estaba él comenzó a serenarse. A estas alturas Irma se había percatado también de su presencia, se levantó y fue hacia donde estaban él y Valeria, evidentemente inttranquila, tenía el rostro tenso, incluso la abuela Hyppolite había perdido un poco de su serenidad, sólo Imanti permaneció impávido, se prendió un cigarro y se puso a mirar sin interés el humo que salía de la punta y de su boca. No sabes cuánto lo siento, le dijo Gabriel a Irma, Vine en cuanto me enteré, No sé qué crees tú que estás haciendo, contestó ella, pero está totalmente fuera de lugar, No te molestes, Irma, ¿A qué viniste?, Vine a estar contigo, Estás borracho, No, no estoy borracho. Sí lo estaba, le costaba hilar las palabras sin arrastrarlas, se tambaleaba un poco, Irma hacía un esfuerzo por mantener su voz en el volumen más bajo pero Gabriel vociferaba con la mayor desfachatez si así lo sentía necesario, la señora Arriaga, charlando con una de sus hermanas, observaba discretamente al forastero, el señor Arriaga seguía fumando y revolviéndose el bigote pero había advertido también al hombre que hablaba a los gritos con la novia del hijo al cual velaba, Voy a ver de qué se trata, le dijo Ariel, y el señor Arriaga asintió, aún  sin mirarlo.

Yo me acerqué pero tan pronto llegué al núcleo del sistema turbulento entendí que mi presencia, lejos de ayudar, sólo servía para enriquecer el panorama del desastre. Ariel había quedado a pocos pasos de mí, en un principio pensé que  intervendría pero sólo se quedó parado, tratando de tomarle el hilo a las cosas, menos capaz de actuar de lo que él mismo había supuesto, imagino. Gabriel no paraba de hablar aunque, por otro lado, hablar era todo lo que hacía, y probablemente eso fuera lo más complicado entre todas las cosas: qué hacer con alguien que sólo sigue hablando sin parar. A Irma el rostro se le había puesto rojo, por todos los frentes había miradas acechantes, Valeria dijo ¿Por qué no salimos al pasillo y ustedes hablan con más calma?, pero Gabriel replicó que no quería ir al pasillo, Irma estaba furiosa, volteó para ver a su abuela, pero la vieja ya venía en camino. Se acercó a Carrasco, lo tomó del brazo con suavidad y dijo algo en francés, Irma, con la mirada clavada en el piso, tradujo: Dice mi abuela que hagas el favor de serenarte y de tomar asiento, y que muestres un poco de respeto por el dolor de esta familia. Gabriel se quedó callado mirando a Irma como en un trance, luego volteó hacia la vieja y le dijo Disculpe, y obediente como un niño se fue a sentar en donde le habían indicado. La vieja volvió a su lugar, Irma fue a sentarse con Gabriel, y Valeria y yo nos sentamos junto a ellos. Gabriel, con mucha más mesura, decía, Lo siento mucho Irma, no sé qué estaba pensando, Yo tampoco, no hagas peores las cosas y vete por favor, Sí Irma, ya me voy, Irma se levantó y volvió al lugar que la esperaba entre su hermano y la vieja, en el otro extremo de la sala, pero Gabriel no se fue, me pidió un cigarro y se puso a fumarlo muy despacio, con las piernas extendidas y rascándose constantemente la barba del cuello, volteó hacia Valeria y le dijo, Es que en realidad ya no sé ni en qué estaba pensando, ella le sonrió pero no le contestó, la verdad era que estaba mucho más borracho de lo que parecía, su capacidad de juicio estaba completamente desactivada, Yo sólo quería verla, dijo, y decirle que lo sentía, ese Saúl era todo un caballero, Valeria se sintió obligada a contestarle, Tenías que preguntarle si venir o no antes de aparecerte, Es que no tengo su teléfono, apagó el cigarro y me pidió otro, Ni su celular ni nada, Valeria no dijo más, Gabriel se enderezó un poco y comentó Chale, creo que sí la cagué, dejó el cigarro sobre le cenicero y volvió a reclinarse, cerró los ojos y por unos instantes pareció dormitar, los abrió y dijo Mejor me voy, tomó lo que quedaba de cigarro y dio tres caladas profundas, mató la colilla y se puso de pie. Irma, desde su posición, debió ver su silueta erguida y quizás se dio el lujo de creer que todo había terminado, pero Gabriel, en lugar de caminar hacia la salida, comenzó a avanzar hacia donde estaba ella, su cuerpo gordo y vacilante cruzó la sala y enganchó casi todas las miradas arrastrándolas consigo. Irma y la vieja susurraron algo, el gordo se plantó frente a ellas, se hincó frente a Irma y quiso tomarla de la mano pero ella no lo permitió. Dime qué puedo hacer para que me perdones, le pidió, Vete Gabriel, No Irma, no me puedo ir así, necesito que me perdones, pídeme lo que quieras, Sólo vete por favor, mira como estás poniendo a la gente. Se levantó e intentó llevárselo, sacarlo del lugar o al menos lograr que volviera a sentarse, él dócilmente la siguió pero sin parar de farfullar insensateces, Yo haría lo que fuera por ti Irma, mataría a quien fuera justo ahora para hacerte feliz, me pondría en ese ataúd … si fuera posible, Irma se detuvo, se quedó de pie en medio de la habitación y en silencio, Gabriel se le acercó y le preguntó ¿Qué pasa?, ella respondió Eso que acabas de decir es la cosa más baja y más ruin que pudiste haber dicho, su voz estaba otra vez serena, Repítelo, dijo y Gabriel se encontró incapaz de decir nada, ella insistió, Repítelo, pero él sólo alcanzó a balbucir No frágilmente, sin entender por qué de pronto tenía tanto miedo, la palabra pesadilla pasó por su mente, Repítelo, repítelo, dijo ella una y otra vez, dejándolo totalmente desconcertado, Anda, repítelo, No puedo, ¿Cómo que no puedes?, No puedo Irma, ya basta, Repítelo, Ya Irma, por favor. Irma se dio media vuelta y fue hasta donde estaba su abuela que, fatigada, lo miraba todo desde su asiento. Irma se quitó una lágrima del ojo y le dijo algo a la vieja en ese idioma misterioso que ahora yo también conocía. La abuela escuchó y cuando Irma terminó de hablar negó con la cabeza, diciendo algo a su vez, Valeria estaba desquiciada con tanta simetría, era la misma escena, decía, Irma insistió, Carrasco seguía de pie en medio de la sala, Irma volteó para señalarlo a su abuela, ese rostro que vi no era su rostro, su voz ya tampoco parecía suya, siguió hablándole a la vieja y luego finalmente terminó, la vieja dudó, dijo algo más, y se levantó, Irma y ella caminaron juntas hacia Gabriel. A estas alturas todos en la sala estaban pendientes de lo que sucedía, la madre de Saúl se aventuró a levantar la voz, dirigiéndose a Irma y a su invitado, pidiéndoles que se portaran como era debido, Irma se giró gentilmente y con un gesto del dedo índice le pidió un momento, Dile a mi abuela lo que me dijiste a mí, ordenó, ¿Que te diga qué?, yo no dije nada, la vieja miró a Irma, Irma respiró profundo, y dijo: No seas poco hombre, repite lo que dijiste, Carrasco, miró a Irma, a su abuela, a la madre de Saúl, al padre, al hermano, a Imanti, a Valeria, y a mí, y comenzó a sudar, y se puso pálido. Esta vez fue él quien habló en voz tan baja como le fue posible, Dije que yo me pondría en el ataúd para que tú fueras feliz… si fuera posible. Irma se giró y le dijo algo a la vieja que luego de pensarlo unos segundos hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Imanti reaccionó con el final de la conversación y dejó su lugar, se acercó a Gabriel y lo tomó del brazo, ¿Qué te pasa a ti?, le preguntó aquel, pero Imanti no contestó. Irma se acercó a la señora Arriaga y trató de tranquilizarla diciéndole que todo estaba por terminar y que debía tener miedo, Imanti le dio un puntapié a Gabriel en la parte posterior de la pierna, haciéndolo caer sobre las rodillas, ¿Pero qué es lo que están haciendo?, preguntó muy asustada la madre de Saúl, Ariel y el señor Arriaga se pusieron de pie, lo mismo algunos de los tíos y de los amigos de la familia, Irma no dijo más, la abuela Hyppolite se paró frente a Gabriel y le puso la mano izquierda en el rostro, Gabriel intentó liberarse pero Imanti lo tenía bien sujeto, la vieja cerró los ojos y llevó la mano derecha a la cabeza calva, la sostuvo con fuerza durante unos segundos y luego la soltó, Gabriel se desplomó, las señoras gritaron, un par de concurrentes se aproximaron al cadáver, lo exploraron, Está muerto, dijeron, ¿Qué es lo que está pasando?, gritó el señor Arriaga, todos empezaron a arremolinarse en torno a la vieja, al muchacho y al cuerpo tendido de Carrasco. Nadie se fijó en Irma, de pie junto al féretro.

 

V

Saúl no sabía en dónde estaba ni lo que había sucedido pero Irma se anticipó a todo y  le dijo No tengas miedo, estás bien, estás conmigo, lo demás no importa, y lo besó, Saúl sintió el calor de Irma recorriéndolo, llenándolo, o vaciándolo, y sin darse cuenta decidió que le creería todo, se sonrieron, él le pidió que lo perdonara, le aseguró que no volvería a acercarse nunca a una moto, ella le dijo que lo olvidara, que todo había terminado, se reía entre sollozos, le acariciaba el rostro y el cuello, volvió a besarlo. La señora Arriaga comenzó a gritar, Saúl, mijito, mijito lindo, y corrió de junto al cuerpo de Carrasco hasta el ataúd con la poca agilidad que el vestido negro le permitía. Se hizo un nudo con el hijo. El señor Arriaga, y luego Ariel, y luego algunos más fueron acercándose también y todos juntos ayudaron a Saúl a salir de la caja entre risas, y palabras de sorpresa y de agradecimiento, y del más puro azoro. Imanti y la abuela Hyppolite se fueron en medio de la algarabía. Sólo Irma los vio salir, se apartó unos metros del grupo y les dijo adiós en francés, en voz muy baja, Au revoir; Imanti le mandó un beso con la mano, y la vieja se despidió con una mirada, y un gesto de quietud.

No sé qué hayan pensado los otros en esos momentos, pero yo recuerdo haberme sentido en un mundo que no conocía, en el que todas las cosas eran otra cosa, miré a Valeria, y luego miré a Irma, y a toda la gente que estaba conmigo, y todos ellos me parecieron distintos también, supongo que todos experimentaron algo similar, que todos nos sentimos íntimamente vinculados por la sinrazón original del mundo. Sentí miedo, y al mismo tiempo me sentí más fascinado que nunca.


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